Cuentos que quieren ser algo más

(CC) Un día cuando no podíamos salir


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CUENTOS QUE NACIERON PARA LUCHAR,

PERO QUE SE RETIRARON A TIEMPO PORQUE APRENDIERON

ALGO MUCHO MÁS VALIOSO.

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Horus era una gata loca, un poco extraña y malhumorosa, pero siempre brillaba por su astucia y su elevada inteligencia. Tenía ojos muy humanos para ser un gato, muy despiertos: esos ojos veían cosas que otros no, y por eso acompañaba a Shai cuando este salía a la caza de algún misterio. Mientras ella se sentaba en algún sitio alto y cómodo que le prometiera una buena vista de lo que en el territorio acontecía, él se escurría por los callejones sin salida de su casa de adobe, de espaldas a las paredes de arcilla castañas, siempre cálidas como si todavía conservaran algo de la luz de cuando el sol las secaba. Recolectaba pistas en el suelo de la cocina, entre los cacharros apilados en un rincón, debajo de los platos sucios y las cazuelas de barro, o adentro de los cuencos y los morteros. También entrevistaba a los sospechosos de turno. Shai era muy dedicado a su trabajo de vigilante. Y nunca le faltaba su fiel acompañante, la gran Horus, que silenciosa y quietecita como una gárgola de lo más agraciada se quedaba al acecho de cualquier peligro que pudiese amenazar a su mejor amigo.

Pero un día las cosas cambiaron.

De repente, de la noche a la mañana, de una siesta a la merienda, Shai había dejado de hacer lo que siempre hacía Shai. Se pasaba las tardes encerrado con montones de papeles que olían muy viejo, de pinceles de caña o de cerdas que con desgano hundía en barquitos de hollín para garabatear sobre ostracas rocallosas. Por las mañanas dormitaba frente a la imagen resplandeciente del sol naciente en la ventana y de vez en cuando toqueteaba los daktylos de un plato que casi nunca se vaciaba, olvidado en la mesa de tablas de la cocina. Todo esto era una mala señal. Shai nunca rechazaba esas galletas ni su leche de cabra caliente.

Horus intentó animarlo, tocándole la pierna sobre las sandalias y cantándole muy suavecito, pero no había caso.

Algo terrible debía estar pasando.

Una noche decidió poner fin a tanto misterio. Cautelosa y silenciosa como debía ser y como solo ella sabía serlo, se escondió en un nicho en la cocina donde una vez hubo un florero y escuchó atentamente la conversación de la familia.

Al parecer esto no era solo cosa de Shai. Estaban todos encerrados. No podían abrirse las puertas, tenían que estar con las cortinas echadas todo el día, y había que saludarse a través de las ventanas. La gente debía andar con la cara tapada y todos se bañaban algunas partes del cuerpo varias veces al día.

A Horus le pareció una tontería. ¿Cómo es que estaban encerrados si ella iba y venía cuando quería?

No quiso apresurarse y, manteniéndose oculta en las sombras frescas, siguió escuchando. Dijeron algo de una enfermedad, una plaga que estaba matando a las personas.

Entonces era cierto, y no es que ellos no pudieran salir.

No debían. Era peligroso.

¡Pero con razón Shai estaba tan triste!, ¿cómo podría hacer sus exploraciones sin el afuera? Sin salir al jardín, donde la arena escondía más pistas que cualquier vajilla sucia de la cocina, o sin que vinieran nuevos sospechosos a la casa, sin que la vida transcurriera y se moviera a su alrededor... ¿Qué misterios podían descubrirse si el mundo se había detenido?

"Tengo que hacer algo o esto irá para mal", pensó Horus, y al instante se le ocurrió una idea fantástica.

Pasaron unas cuantas horas antes de que terminara de rumearla por completo, de aliñarla en su cabeza y terminar de darle forma. Shai seguía hundido en sus papeles y sus piedras para entonces, sin probar bocado, y la familia, reunida en la sala, que en realidad no era más que una extensión de la cocina, hacía los preparativos para la última cena. Cada día había menos de dónde elegir para comer en el territorio que compartían, pero eso de alguna forma hacía que cocinar se volviera más complicado. ¿¡Quién entendía a los humanos!? Todos estaban, en fin, ocupados con sus tareas, hasta que de pronto un estruendo les hizo voltear la cabeza. Corrieron al sitio del cual parecía provenir y ¡oh! ¿Qué encontraron allí? Nada más y nada menos que un hermoso jarrón de agua, muy parecido al antiguo florero del nicho, de esos con estampado en bajorrelieve multicolor, con incrustaciones de piedras preciosas y brillantes, hecho añicos en el piso.

La familia entera estaba indignada y confundida, y nadie entendía qué había sucedido. ¿Una ventana abierta? No, esa era la habitación de papá y mamá y ahí no había ventanas. ¿Alguien lo colocó muy cerca del borde? ¿Quién estaba cerca? Nadie, porque se encontraban todos en la cocina, salvo...

—¡Oo-deh-kah! –exclamó la hermana de Shai, en wd-ka, un idioma del que hoy sabemos muy poco pero que entonces se hablaba mucho—. Hemau sa neferu... Shemou ebu...

—¡Shemau! ¡Sa shemau! ¡Wabet nefer! –gritó Shai, entrando en la habitación de sus padres con tanto ahínco que por poco cae despatarrado sobre sus narices–. ¿Pehenek em shemou? ¡Irem senet nemy shemou netjer!

Todos se lo quedaron mirando con escepticismo impreso en las miradas, y una que otra sonrisa. Ustedes también lo habrían hecho si supieran lo que Shai estaba diciendo. Aunque, a decir verdad, no sería necesario entender el idioma, porque las huellas, las pistas del delito... Bueno, hablaban por sí solas. Resultaba claro quién era el responsable del penoso accidente, pero nadie se atrevió a decirlo porque, después de todo, Shai llevaba días deprimido por no poder salir a jugar a los vigilantes y exploradores con sus amigos del Per Ankh.

Era su juego favorito, después de todo, pero resulta aburrido jugar siempre solo.




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