Cuentos que quieren ser algo más

(CC) Las cosas preciosas de los duendes


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CUENTOS QUE NACIERON PARA LUCHAR,

PERO QUE SE RETIRARON A TIEMPO PORQUE APRENDIERON

ALGO MUCHO MÁS VALIOSO.

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Carly entra en la habitación de su hermana muerta con los ojos apagados. Todo está tan oscuro como el día en el que los duendes se la llevaron. Tiene muy claro lo que ha venido a hacer. No necesita encender la luz.

Sobre el escritorio de esta habitación, estribado contra una taza de té inglés, cuyo contenido lleva diez años enfriándose, hay un estuche de útiles escolares muy especial. Algunos lo ven y piensan que es un poco grande para ser un estuche, lo confunden con un bolso de mano; otros lo consideran demasiado frágil y articulado para ser un bolso, demasiado plegadizo, y adivinan que es una cartuchera o le atinan a decir que es una cosa preciosa porque les faltan palabras para nombrarla o describirla. Para mí es tanto una como la otra, pero también es una cosa medio melancólica y llena de recuerdos.

Uno diría que un estuche de no más de veintidós centímetros de largo y quince de alto, fabricado con tela, lana y metal, solo podría contener cosas igual de banales: un marcador rosa, uno amarillo, fibras (marrón, rojo y azul), lápices, bolígrafos, una pequeña cinta adhesiva, un corrector, un borrador y un sacapuntas. Sin duda, eso es lo que todo estuche de útiles escolares está destinado a contener.

Pero algunos objetos comunes y corrientes están impregnados de elementos invisibles para ojos despiertos. Los duendes lo saben más que nadie, porque esconden sus secretos en las pertenencias más comunes de la gente. Buscan aquellas de uso diario, las que uno no registra demasiado porque solo sabe utilizarlas. Se aprovechan de nuestra falta de contacto.

Si yo hubiera mirado más atentamente el tejido desgastado, el color verde que en su origen había querido imitar un brillante pastizal, me hubiera dado cuenta de que los pastillos se habían secado y que las costuras lucían más abiertas, como si alguien, un ratoncillo, hubiese huido entre las espigas apartándolas a manotazos. Quizás me habría dado cuenta de que el oso tejido en lana marrón ya no se sentaba para saludarme, sino que se hundía, a la deriva, en un mar picado de olas pequeñas y dispersas, que algo muy por debajo de ellas estaba pintarrajeando. Podría haberme dado cuenta de que el oso aludía a un niño, o a un hombre, o que era el lugar perfecto para esconder al niño nacido en el cuerpo de un hombre. Y el cuidado puesto en la tela de refuerzo, para evitar que el contenido rajara el diseño exterior: esa era evidencia de que la forma de este estuche es más importante que el estuche mismo. Tendría que haberme dado cuenta de que algo estaba viviendo entre aquellas dos mitades de un mundo diminuto y apretado, como un ecosistema encastrado entre el cielo y la tierra.

Carly reflexiona sobre todo esto, se cuestiona esta información recibida en un sueño. Todavía recuerda a su hermana mayor vestida como los árboles caminando hacia un altar abandonado, cruzando un río sobre un bote conducido por un esclavo sin huesos. La ve observar los objetos que la rodean, las rocas, los arbustos, y las ondas que la lluvia abre en la superficie de agua oscura, muy distinta al agua del mar donde se hundía el oso pardo, mucho más tranquila, más silenciosa, para demostrarle cómo debe mirar.

De esta manera intenté enseñarle cómo podemos ver los objetos desperdigados en la habitación de una persona: estuches, útiles escolares, tazas de té, cuadernos, un teléfono, una computadora, polvo; todo puede parecernos nada más que eso, objetos desperdigados. Todo puede reducirse a polvo. Pero también podemos ver cosas preciosas, hacer visible lo que no se halla a simple vista; porque, en realidad, siempre hay algo que se esconde más a fondo. Siempre que miremos en el interior de nuestra habitación encontraremos historias que no pueden escapar a la descripción de esos objetos. Incluso lo que pasa más desapercibido en este sitio [un rayón en la pared, un pañuelo usado, una cartuchera vieja] ocupó un espacio y un momento en mi vida, y se impregnó de todo lo que lo atañía en este lugar y sus tiempos. Y quizás, y esta es la mayor verdad de todas, la que los duendes intentan evitar que descubramos que existe, es que con las buenas miradas podemos hacer emerger las cosas escondidas que ellos no quieren que veamos, pero que deberíamos ver. Como un mensaje muy peligroso, como una invitación muy engañosa. Como un cuchillo.

Carly se cuestiona que esto quizás no ha sido más que una ilusión, pero también se dice que todos han estado viviendo como en una pesadilla, y recuerda que su hermana tampoco veía mucho en aquellos tiempos. Hasta que un día miró, y entonces sus ojos se abrieron, tanto que dio miedo, durante diez días hasta que murió. Hasta que los duendes se la llevaron.

Carly no necesita encender la luz. Apaga sus ojos vivos para estimular otro tipo de mirada. Se acerca al escritorio en penumbra, acompañada solo por el reflejo de la luna. Se acerca más, temblando, queriendo ver de verdad. Estoy segura de que logrará hacerlo, porque ella siempre fue la más receptiva. Es una artista, y aunque todos nacemos con los ojos vendados, lleva años entrenando a su alma para hacerla intuitiva.

Por eso quizás se dará cuenta de que este estuche fue fabricado a mano, tejido a mano, por una persona para alguien adorado, alguien con la inocencia de un niño que pasa sus días en un verde campo. Quizás encuentre la rotura por la que un hombre muy malvado logró apuñalar el corazón del oso, abriéndose así una salida por la que pudo escapar mientras este guardián se desangraba. Quizás logre diferenciar las cadenas de oro y piedras preciosas con las que los duendes ataron al asesino en aquel mundo diminuto.




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