Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Algo contigo

Sebastián, ¡ese hermano mío!, el más libre y al que siempre se le juzgó como el rebelde. Tenía que enfrentarme a él y durante el regreso mi corazón latió desquiciado y sí, era por los nervios, ni siquiera lo negaré.

En cuanto llegué a casa lo encontré en la entrada, me estaba esperando y por su cara supe que lo sabía. Apenas me vio se adelantó y yo me quedé parado como a tres metros de él. Sus pasos resonaron fuerte sobre el polvoso suelo, pero no iba a verme flaquear.

—¡¿Es cierto lo que dice Filemón?! —preguntó casi gritando.

Filemón era su mejor amigo, un chismoso de primera y el que me delató.

Así de rápidas corrían las noticias en ese pequeño lugar.

—¿Qué te dijo ese metiche? —respondí con una seguridad que no reconocí. Él era menor, pero su temperamento muchas veces me rebasó y le daba el lado para no discutir.

—Que pretendes a Amalia.

El muy igualado no mostraba respeto por nadie y eso sí logró irritarme. Comprendí enseguida el porqué lo rechazó.

—Es correcto —afirmé y me envaré para esperar lo que venía.

Mi hermano se giró, como intentando pensar. Se veía de verdad ofendido y luego de un momento regresó a encararme.

—¡Con que saliste muy cabrón! Aprovechaste que la dejé ir para ir corriendo tras los favores del alcalde. ¡Vaya!, bien dicen que gato tonto, brinco seguro.

Su insinuación logró hacerme enfurecer y di un paso hacia adelante, pero me distraje porque la puerta se abrió y apareció Paulino, el menor de todos. Su actitud burlona, en ocasiones inconveniente, resultaba muy fastidiosa.

Se acercó a nosotros en dos zancadas, posándose a lado de Sebastián.

—¡Uy! Te la quitaron en tu cara —se mofó con una sonrisa de oreja a oreja.

 Deseé poder darle un buen golpe para que se fuera.

—¡Mejor ni te metas! —le advertí.

—Yo que tú por lo menos le metía una buena revolcada. Te ayudo si me das tu cena —le ofreció a Sebastián, ignorándome de manera descarada.

—¡Cállate, no es tu asunto! —intenté reprenderlo, pero solo logré que los dos se rieran de mí.

Estaba dispuesto a armar un escándalo para que me dejaran en paz, cuando de pronto salió Rogelio porque Paulino no cerró la puerta. Él era el mayor, el fuerte, el ejemplo y el que representaba la figura paterna que nos hizo falta en las ausencias de mi padre.

—¿Por qué tanto ruido? —dijo con voz firme. En cuanto nos inspeccionó supo el motivo de la discusión—. ¿De verdad se van a pelear por mujeres? ¿Ese es el ejemplo que se les ha dado?

 Los tres nos quedamos quietos.

—No —le respondió Sebastián y bajó el rostro.

—No —lo secundé.

Rogelio caminó hasta Sebastián, con esos pasos lentos y sus botas crujiendo sobre la tierra.

—Esta vez perdiste, ¡acéptalo! Así que dense la mano y deja el tema por la paz. —Lo apuntó severo con un dedo—. Te recuerdo que hoy vas a ver a la hija de los García. Ahórranos a todos un espectáculo cuando no te queda. —Luego caminó hacia mí y se puso justo enfrente. Él sí que intimidaba como pocos—. Y tú, que sea la última vez que pones los ojos en la mujer de otro de tus hermanos o te las verás conmigo.

No podía sostenerle la mirada y por dentro me confirmé que no iba a volver a suceder, no porque no quisiera, sino porque mis ojos ya no podían prendarse de alguien más.

—No volverá a pasar —susurré.

Él levantó un poco su sombrero para que pudiera verle la expresión.

—Así está mejor. Y más te vale que mañana regreses con la feliz noticia de que no te mandaron al carajo. Has que valga la pena tu atrevimiento.

—Pero papá dijo…

Enseguida me interrumpió porque detestaba que le rebatiéramos.

—Lo que tu papito dijo no importa, esto es entre tú y yo. —Con su mano se señaló y después a mí—. ¿Te quedó claro?

Solo pude asentir. Rogelio no se andaba con rodeos si de castigos se trataba.

Nos dimos la mano y de esa manera terminó el asunto. Sabíamos que la hermandad valía más que cualquier otro problema que se presentara, y eso incluía conquistas robadas; una falta que nunca me arrepentí de cometer.

 

Fue nuestra primera cita oficial la que se clavó en mi mente para siempre. Allí quedó establecido que mi corazón iba a pertenecerle hasta que dejara de servir…, a pesar de todo lo que pasó después.

Mi madre eligió mi ropa y yo me sentía muy tonto porque no me agradaba vestir todo de blanco.

Elegí dejar al caballo en la casa porque lo consideraba muy invasivo. Ir a pie servía también para iniciar con una conversación.

Llegué a casa de Amalia quince minutos antes porque no quería que creyera que era informal. Volví a llevarle un detalle, pero esta vez no me equivoqué.

Cuando mi estrella salió, un suspiro se escapó de mi boca sin mi permiso. Su larga trenza color azabache enmarcaba sus hermosos ojos que tenían esa pizca azulada que aparecía según la luz. Amaba la piel de su rostro, era tan tersa que me provocaba acariciarla. Su vestido color verde oliva largo hasta el tobillo le proporcionaba un encanto que solo alguien con su porte podía presumir.




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