Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Somos novios

Lo siguiente que hice fue pedir el permiso a sus padres, momento que duró menos de diez minutos y muy pocas palabras. Don Cipriano solo nos amenazó de no fugarnos o salir con nuestro “chiste”, y doña Felicia se mantuvo callada y movió la cabeza de arriba abajo como si aceptara. Luego me fui de allí sin más.

Me sentía tan orgulloso de tener novia que lo primero que hice fue contárselo a mis padres y hermanos. Sebastián lo tomó muy bien, incluso me felicitó. Me liberé del todo de la culpa por el “robo” de su conquista cuando puso su mano en mi hombro. Rogelio insistió en que formalizara pronto. Ni siquiera le dije que todavía no nos dábamos ni un beso, así que solo yo sabía que el anillo se quedaría guardado en mi cajón un poco más.

—Debes invitarla a comer, tengo que conocer a mi futura nuera —comentó mi madre con un ánimo renovado en medio de la reunión improvisada en el patio.

No podía estar más de acuerdo. Sabía que con esa visita se daría una especie de “prueba” en la que mi madre fungía como la jueza; ella tenía que dar su aprobación y mi padre apoyaba todo lo que decía. Se notaba que a él le importaba muy poco el criticar a la mujer con la que uno de sus hijos se casaría, pero le seguía el juego porque así era con mi madre: cedía y la dejaba mover los hilos de vez en cuando con tal de verla feliz.

Como ese paso era inevitable, planeé decirle a Amalia en la siguiente cita.

Nos vimos un viernes por la tarde. La invité a dar un paseo por la plaza. Su chaperona fue su tía Antonia, la madre de Erlinda; una señora de la que puedo decir muchas cosas, pero una de ellas es que amaba a Amalia incluso más que su propia madre.

Mi estrella se esmeró en su vestimenta como de costumbre. Le gustaba ponerse ropa muy típica de la región y ella hacía sus propios bordados. Las jóvenes de la capital tenían una moda distinta, con conjuntos entallados y se podría decir que atrevidos. Pero yo prefería cómo se vestía ella, podía lucir hasta un mandil con propiedad, se paraba tan derecha, caminaba con gracia, movía las manos como toda una señorita bien educada.

—Estoy muy cansada. Lucas y Leopoldo molestaron a una vecina, le tiraron el agua que cargó desde el río y tuve que reponérsela yo —confesó Amalia mientras deambulábamos y después soltó un suspiro.

Ella cuidaba casi siempre a sus cinco hermanos, todos varones y de temperamentos muy diferentes. Era demasiada carga para una mujercita tan joven, pero lo hacía lo mejor que podía. Los pocos ratos libres que tenía los destinaba a salir con sus amigas, y también conmigo.

Su tía iba detrás de nosotros, pero en cuanto escuchó aquella frase se nos acercó e interrumpió.

—¡Ya te dije que le digas a la floja de Felicia que no te deje toda la carga! —Su mueca de desaprobación fue más que evidente—. La he visto en el mercado chismoseando con sus amigas mientras tú cuidas de los diablillos, un día vas a cansarte de eso y tendrás que hacer algo.

—Lo último que quiero es verla enojada —respondió ella en voz baja y dirigió sus ojos al suelo.

Uno de los primeros detalles importantes que vi en ella era ese: la entristecía tratar el tema del cuidado de sus hermanos.

—Pero si siempre está enojada. Yo creo que cuando mi tía la parió nació enojada y ya nunca se le quitó. —Doña Antonia miró al cielo y respiró profundo. Se notaba que su prima la irritaba más de la cuenta. Desde jóvenes no se llevaban bien, pero las dos se casaron con los hermanos Bautista y emparentaron más. Una vez que se calmó le tocó el hombro a Amalia e hizo que nos detuviéramos frente a la tienda de telas—. Pero esa madre te tocó y ni modo. Espero, jovencito, que cuando se la lleve con usted no la tenga viviendo así —me dijo directo.

Doña Antonia era de esa clase de personas que sabes que te están regañando o advirtiendo, pero que lo hace de una forma tan amable que es imposible ofenderse.

—¡De ninguna manera! —dije sin detenerme a pensar.

Amalia se giró hacia mí y su impresión fue obvia. «¿Qué se imaginaba? Éramos novios oficiales, había obtenido con bastante vergüenza el permiso de ser su novio, el siguiente paso era casi obligatorio, ¿o no?», pensé.

—Entonces ¿sí tienes pensado llevarme contigo? —me preguntó entre dientes.

El nerviosismo llamaba a la puerta, pero fui capaz de controlarlo… un poco.

Doña Antonia también aguardaba mi respuesta.

Di un paso hacia Amalia y hablé:

—Solo… solo si tú quieres. Pero todo bien hecho, con fiesta y podemos sacrificar unas vacas, ¿o prefieres puercos?... Lo que sea… Se hará como debe.

¡Las frases incompletas otra vez! Si hubiera podido, me daría un buen jalón de oreja.

—¿Tienes casa? —me interrogó doña Antonia, salvándome de mi torpeza—. ¿Te heredaron una tus padres?

—No me heredaron, pero cuento con un terreno en la capital, señora. Lo compré con lo que me pagan por la venta de calzado allá, y ya estoy ahorrando para construir.

—¡En la capital! Bien, es buena idea salir de este pueblo que no tiene más que polvo y gente chismosa. A todo eso ¿cuántos años tienes?

—Diecinueve.

—Pues te felicito, hija —la llamaba así de cariño—. Por lo que veo tendrás una vida decente a lado de este muchacho. —Me dio una palmadita en la espalda y después se giró hacia la tienda de telas—. Voy a comprar encajes, no tardo. No se vayan a perder. —Volteó un breve instante para mostrar su sonrisa y después cruzó la calle.




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