Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Si tú me dices ven

—¡No hay permisos! Se les dijo desde el principio de año —me reprendió el director de la escuela cuando intenté faltar tres días.

Yo estaba dentro de su oficina que olía a medicina y provocaba terror en más de un estudiante. El hombre era tan temible, a pesar de ser de baja estatura, porque sabía controlar a las masas, y más a un estudiante considerado prudente.

—Señor… —quise excusarme, pero cuando vi que él se levantó de su silla y me señaló hacia la puerta, me quedé sin palabras.

—¡Nada! Espero no tener que repetirlo. Ahora entre a su clase.

Ese fue el único esfuerzo que hice por irme a mi pueblo. Solo pedí dos días. Sería una escapada rápida para ver a Amalia y comprobar que estuviera todo en orden. Tampoco es que fui muy insistente y con la negativa continué con mis rutinas como de costumbre.

En los días siguientes salí tres veces más con mis amigos. Miranda nos acompañó junto con sus amigas por invitación de Ermilio. Confieso que su compañía se sentía bien y percibí una leve inclinación hacia mí. Ella era educada, de buena familia, bonita y de sentimientos nobles. Debía tener sumo cuidado porque si me atrevía a darle señales de querer algo más me ganaría la censura de quienes nos conocían a los dos. Las cartas entre Amalia y yo eran lo único que me alejaba de la idea de cortejarla, y también porque sabía que a mi madre no le caería bien una noticia así.

A pesar de que no me sentía convencido, se volvió necesario tener que renunciar a esa posibilidad, y me negué a volver a salir con Ermilio si invitaba a su antigua vecina. Poner distancia era la mejor decisión por respeto a mi novia y a la misma Miranda.

Así, me concentré al máximo en mis estudios y en la construcción de la sería nuestra casa. La caja de las cartas se llenó y tuve que conseguirme otra. El tiempo pasaba y con sus dulces palabras en el papel pude soportarlo. Me permití emocionarme cuando ya solo faltaban tres semanas antes de mi viaje donde me comprometería, cuando de improvisto llegó una carta que lo cambió todo. La abrí preocupado en cuanto el cartero me la dio porque fue Rogelio quien me escribió y sentí una corazonada:

 

Hermano, temo ser de nuevo portador de malas noticias, pero es un mal necesario. Nuestro tío Heriberto recibió un disparo en las costillas. Dicen que fue un accidente, pero todavía no encuentran al dueño del fusil que lo hirió. El alcalde mandó a que lo buscaran para hacerlo confesar. Nuestro tío es fuerte y sobrevivió, por fortuna, pero se encuentra delicado. Mi madre me pide que te avise que es mejor que no vengas en diciembre. Nosotros te diremos cuándo es seguro venir. Yo no creo en accidentes, es mejor investigar bien.

 

Era verdad que mi tío Heriberto se consideraba alguien poco amigable, pero no se metía en problemas jamás. Enviudó muy joven, no tuvo hijos y no se volvió a casar. Vivía en una casa un tanto alejada del pueblo y solo salía cuando mi padre se lo pedía porque era el hermano que más quería. «¿Por qué alguien querría herirlo?», me pregunté pensativo, dando vueltas en el corredor.

Apreté la carta sin darme cuenta, y cuando vi el papel estrujado en mi puño, supe lo que tenía que hacer.

Esa noche me fui a la cama, decidido a actuar de una vez por todas. ¡Llegaba el momento de tomar decisiones difíciles!

 

Me levanté más temprano que de costumbre. El sol todavía no terminaba de salir. Preparé mi maleta, le dejé una nota a Florencio y salí de la casa.

Quería abordar la primera salida del ferrocarril.

Me dolió tener que abandonar mis estudios así, sabía que el director no dejaría pasar mi falta y seguro ordenaría mi expulsión. Pero una vez que me subí al tren y se escuchó el crujir de su arranque, dejé de pensar en las consecuencias.

El trayecto duraría bastante, así que me acomodé para dormir un poco más.

Si había algo que aborrecía, eran los viajes tan largos. Para mi mala suerte, los viajes largos me perseguían. Imaginé que cuando me casara con Amalia iría menos veces al año a mi pueblo con el pretexto de mis nuevos compromisos.

Cuando por fin estuve en la carreta, el último transporte para llegar, me sentí aliviado porque cada vez faltaba menos.

Pasado un rato saqué un libro para entretenerme, pero, de pronto, el cochero tuvo un descuido y la llanta del lado derecho fue a dar a un hoyo en medio del camino. Tuve la mala suerte de ir de ese lado y por poco y salgo disparado hacia el suelo, pero logré sujetarme de un poste.

—¡Tremendo boquete! —me dijo sorprendido el caballero que tenía a un lado porque él también por poco y se sale.

—Estuvimos cerca —respondí agitado por el susto.

—Nicolás. —Me extendió amigable la mano.

Gracias a su interrupción pude recobrar la calma y acepté su saludo.

Observé que se trataba de un hombre joven, tal vez uno o dos años mayor que yo, de piel trigueña y ojos cafés. Su sombrero negro llamó mi atención porque era de los más finos y porque su vestimenta sencilla desentonaba.

—Esteban Quiroga.

—¡Oh!, es cierto, a veces olvido que se debe decir el apellido. El mío es Moreno.




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