Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Virgen de medianoche - Parte 2

Llegamos a la alcaldía, que era una construcción simple y cuadrada de un solo piso, y tuvimos que esperar más se una hora para ser atendidos. La fila de peticiones era larga, aunque ni el calor que hacía nos hizo irnos; ni porque estábamos en noviembre el clima mejoraba.

Cuando por fin vimos a don Cipriano, me di cuenta de que se sentía cansado. Aun así, nos dejó pasar y hasta nos ofreció sentarnos en las sillas de madera que tenía frente a su amplio escritorio. Pilas y pilas de documentos lo decoraban.

Don Cipriano también se sentó y le permitió la palabra a mi padre.

Rogelio y yo nos mantuvimos callados, sentados hasta atrás. El alcalde escuchó atento, sin intervenir ni una sola vez, y cuando mi papá terminó de hablar, se llevó las manos a la cara, la masajeó y procedió a responderle:

—Lo siento, Anastasio. Amadeo Carrillo vino antes. Presentó los documentos oficiales de sus tierras. —Se notaba que buscaba las mejores palabras para no desatar una discusión—. Te recomiendo que hagas a un lado la querella o voy a tener que intervenir, y temo decirte que eres el que las lleva de perder. Tu documento ni siquiera está sellado.

Mi padre se levantó de su silla, recargó las manos sobre el escritorio e inclinó el cuerpo hasta Don Cipriano.

—Los Carrillo le dispararon a mi hermano Heriberto —le dijo lento y en voz baja.

El alcalde ni siquiera se movió de su cómoda y vistosa silla de madera café.

—Tu acusación es grave y sin pruebas.

Cada vez que mi padre hacía un ruido con los dientes, sabía que estaba enojado de verdad.

—Me insulta lo que dices. —Llevó la palma de su mano a su pecho—. Fui un estúpido al pensar que tendría más apoyo de tu parte. Porque ¿estás enterado de que podríamos volvernos familia?

¡En ese momento deseé desaparecer! No podía concebir lo que mi padre dijo. Incluso hoy sigo preguntándome por qué me usó como su peón en un conflicto que no me correspondía.

—Hasta donde sé, tu hijo no ha pedido a la mía —rebatió el alcalde y me señaló con la mirada.

¡Yo me quedé mudo!

Rogelio me hizo una seña discreta por si se me ocurría intervenir; algo que en definitiva no haría.

Allí los observé a detalle. Los dos eran casi de la misma edad, en los dos imperaban los rasgos españoles y los dos se gobernaban por el orgullo.

—Lo aplazamos porque quería conocer tu postura en nuestro problema familiar.

Fue allí que Don Cipriano se levantó, pero dio un par de pasos tranquilos con las manos cruzadas por la espalda.

Conociendo la fama de Don Cipriano, él se estaba conteniendo demasiado.

—Si ustedes van a mezclar las cosas, estoy seguro de que mi hija podrá superar el mal trago de ser la burla de uno de ustedes. Tu terquedad solo va a provocar que personas inocentes salgan afectadas si decides seguir. —Con sus ojos verdes me contempló directo y sin moverse—. Le di la libertad a Amalia de escoger marido, pero hoy mismo puedo quitarle ese privilegio si se me pega la gana y casarla con el candidato[UdW1]  más digno. Porque, para que lo sepas, muchachito, más de uno ha venido a buscarme con esa finalidad.

—¿Insinúas que un Quiroga es indigno? —su voz subió de tono.

Rogelio y yo solo podíamos ir de uno a otro. Me hubiera encantado que mi hermano interviniera porque lo consideraba más hábil para conciliar, pero sabíamos que no se podía.

—¡Lo es! Por eso dejamos que saliera con tu otro hijo, y dejamos que saliera con este. —Me señaló con su dedo, pero se concentró en mi padre—. Aunque, si continúas por ese camino, va a dejar de serlo.

El enojo de mi padre fue tan evidente que sus ojos enrojecieron y su frente se arrugó.

—Te recomiendo que pienses mejor lo que vas a decir, Cipriano —le dijo con la mandíbula apretada—. Soy menos tranquilo de lo que la gente cree.

—No se te ocurra volver a amenazarme. Soy el alcalde, que eso no se te olvide. Puedo encarcelarte como escarmiento. ¡Largo!, o voy a pedir que te saquen.

Si tuviera que elegir al que infundía más temor, ese sería el padre de Amalia, porque, aunque con voz más controlada y buen temple, imponía sobre los demás.

Fue en ese punto que Rogelio decidió ponerse de pie y solo atinó a posar su mano sobre el hombro de nuestro padre, quien volvió en sí y se encaminó a la puerta.

—Entonces nos estaremos viendo —se despidió con frialdad.

Los tres salimos sin decir una sola palabra. Nos subimos a los caballos y mi padre se desvió.

—Voy a visitar a todos sus tíos —nos avisó y vi que su mano apretaba fuerte el pomo de la montura de su caballo—. Los alcanzo en la casa.

Con la rienda apuré a Genovevo, primero trotó y luego galopó veloz. Tuve que acomodarme el sombrero porque se volaba con el aire. Nos desviamos al campo abierto. Sentía que me iba a explotar la cabeza y no deseaba que la gente me viera en ese estado. Sabía que mi hermano fue detrás de mí porque lo escuché. En un punto, estuvo a mi lado y bajé la velocidad.

—Vas a tener que esperar, es solo eso —me dijo al verme tan afectado.




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