Me quedé por completo sordo, y por un segundo me convencí de que me equivoqué y lo que se escuchó no fue lo que creí. ¡Pero no, fue real! Otros también se dieron cuenta y la confusión los llevó a salir del teatro.
Lo primero que hice fue inspeccionar a Amalia. Con mis manos palpé rápido su cabeza y después su abdomen. Ella no dijo nada, pero la impresión transformó su rostro. Respiré cuando comprobé que estaba ilesa. Luego volteé a ver a Erlinda, Isabel, Celina y Nicolás. Los cuatro lucían sorprendidos, pero bien.
A pesar de que primero pensé en no hacerlo, busqué a los Carrillo y encontré a Ciro que corría hacia la salida.
Traté de soltar la mano de Amalia, pero ella me lo impidió. En ese momento las caras de mis hermanos y mis padres se proyectaron en mi cabeza uno a uno.
—¡No! —me dijo con sus ojos que se llenaban de lágrimas. Su dulce sonrisa se volvió una mueca de miedo.
Debí hacerle caso y quedarme a su lado, calmar su angustia, escondernos hasta que todo ese mal chiste terminara. Debí hacer muchas cosas en esos tiempos, pero fui un estúpido en más de una ocasión, y sí, me solté de su aferrado agarre. Cuando nos separamos, cuando su cálida mano me liberó, su brazo se quedó suspendido y no me dijo nada más.
—Cuídalas —le pedí a Nicolás. Él estaba a punto de seguirme, pero cambió de opinión porque debía velar por cuatro mujeres.
La gente se amontonó en la gran puerta y logré salir entre los empujones. Revisé ambos lados, ¡pero nada! El inconfundible círculo de chismosos que se forma cuando hay un herido o fallecido tirado sobre el suelo no hacía acto de presencia.
Algunos empezaron a decir que se trató de un disparo al aire, otros que fue dentro del mismo teatro, otros que tal vez venía de una de las casas cercanas. A esa hora la alcaldía ya estaba cerrada, pero quizá un trabajador se quedó dentro. Pensé enseguida en el padre de Amalia porque él tenía más enemigos que amigos fieles.
Transcurrieron más de dos minutos en los que me mantuve atento a lo que se decía, hasta que un hombre gritó:
—¡Es aquí! ¡Corran! ¡Es aquí!
Hice lo que la voz ordenó, di vuelta al teatro lo más rápido que pude y allí lo encontré. Un cuerpo yacía inerte sobre la tierra. Solo pude ver las piernas porque la gente que llegó antes impedía que se viera más. ¡Por la ropa supe que era un hombre!
Abrí espacio como pude, y cuando conocí la identidad de la persona ni siquiera podía creerlo. La respiración me falló por un momento. Se trataba de, nada más ni nada menos, ¡Amadeo Carrillo!, el patriarca de su familia y con el que mi padre tenía la rencilla. ¡Estaba allí, muerto con un tiro justo en la frente! La sangre escandalosa que salía de su cabeza se pintó de marrón al tocar el suelo, y era tanta que apestaba a hierro.
Amadeo Carrillo murió con los ojos abiertos, esos ojos que sentí que me observaron, encendidos por la sed de venganza y bañados en espeso rojo carmesí.
Me quedé quieto, pasmado por la escena, hasta que un jalón por el hombro me sacó de la bulla. Se trataba de un amigo de mi padre. Por más que pensé no logré recordar su nombre. Solo podía pensar en la cara del difunto y en cómo sus dos hijos gritaban de dolor arrodillados a su lado.
—Mejor vete, muchacho —me dijo en confidencia—. Tacho sí que se metió en un lío con esto.
No comprendí bien su frase, pero le hice caso y me fui como el cobarde que era. Me escabullí por el lado derecho que parecía más despejado. El pecho quería explotarme porque en menos de media hora mi vida se transformó en una delirante realidad que me aterraba.
Maldije el no haberme llevado a Genovevo porque la gente que pasaba a mi lado cuchicheaba y me sentí juzgado. Después de todo era un Quiroga.
Me urgía llegar para ser yo el que le dijera a mi familia lo que acababa de pasar, pero mis pies parecían andar muy lento.
El trayecto a mi casa fue el más largo que había podido recorrer, y cuando una esquina antes me encontré a Filemón, supe que el muy metiche se me adelantó.
Apenas abrí la puerta, mi madre por poco grita y corrió a abrazarme.
—¡Gracias a Dios que estás bien! —Colocó amorosa su mano sobre mi mejilla.
—Mamá… —Quería decirle más, quería contarle todo, pero fui incapaz y me eché a llorar como su niño de cinco años.
—¡Ya pasó! ¡Ya pasó! —me dio consuelo al mismo tiempo que masajeaba mi espalda que se encorvó para que ella pudiera alcanzarme—. Vamos a la cocina, te voy a preparar un té.
Entramos juntos a ese sagrado espacio de creación: su cocina. Era tan celosa con ella, la cuidaba tanto que si nos atrevíamos a ensuciarla nos reprendía. Pasaba horas allí, experimentando con sus especies y sus carnes, con su talento que pasaba desapercibido muchas veces.
Las ollas de barro abundaban, de distintas formas y tamaños, y los aromas cambiaban según los guisos, pero lo que jamás se iba era esa sensación sedante capaz de hacerte olvidar todos tus temores y preocupaciones.
Mi madre preparó una infusión con flores de tila y puso la taza frente a mí en la mesa.
—Tómatelo, te hará bien.
No sé si lo que de verdad me hacía bien era la bebida o el amor con el que la preparaba, pero funcionó. El calor en mi garganta me devolvió la tranquilidad que necesitaba.
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Editado: 14.09.2024