Los siguientes días los recuerdo a pedazos, como entre nubes oscuras que difuminaron todo lo que pasó.
De un día para otro, los Quiroga pasamos de ser una familia respetable a una de la cual había que cuidarse. La censura a la que la gente nos sometió fue devastadora para mi madre; incluso un par de amigas decidieron distanciarse de ella.
Los Carrillo nos acusaron de ser culpables del homicidio de su patriarca; un señalamiento grave, y más porque el pueblo era lo bastante pequeño como para que la voz se corriera en horas.
Lo primero que hice fue embriagarme hasta perder la consciencia, pero las reservas de la casa se agotaron a los cuatro días. Harto del encierro, tomé parte de los ahorros que tenía en mi maleta y me fui. El largo funeral de don Amadeo ya había terminado y yo cargaba con tremendas ganas de olvidar mi pena. Con el buen juicio fallándome, le pedí a Gerónimo que me llevara a la famosa “casa Martínez”.
Mi hermano Gerónimo se casó a los diecisiete años con Sancia, la hija menor del carnicero Pedro. La embarazó en su primera cita y los casaron apenas la madre de ella se dio cuenta. Desafortunadamente el bebé no se logró, y creo que mi hermano cambió con esa pérdida. De pronto se preocupaba de más, y a sus dos hijos que llegaron después no los dejaba salir ni a jugar porque decía que podían lastimarse. A los veintiuno empezó a frecuentar la casa Martínez y ya llevaba tres años así.
Por ese tiempo yo consideraba la infidelidad como un pecado grande, pero a mi hermano no le molestaba la idea de enredarse con alguna de las señoritas que brindaban sus servicios en ese alejado lugar.
Sin que nadie me lo impidiera, perdí la noción del tiempo y gasté ese dinero en bebidas que tomaba como agua de tiempo.
Recuerdo que ya entrada la noche estaba sentado en un banquito de la cantina. El cantinero me platicaba algo que no me interesó escuchar, cuando de pronto sentí que alguien detrás apretó mi hombro. Con un torpe movimiento llevé mi mano hacia el arma que cargaba en la cintura, pero estaba tan mareado que ni siquiera logré desenfundarla.
Si los Carrillo querían matarme allí mismo, ni siquiera me iba a defender y lograrían su cometido. Y en un punto deseé que fuera así, que Ciro o cualquier otro se decidiera y me disparara allí mismo.
—Tranquilo, amigo —me dijo una voz que reconocí enseguida.
Solté la empuñadura porque sabía que no existía peligro.
—¡Ah!, eres tú —le dije apático a Nicolás y me volví a mi trago.
—Con que es cierto que aquí andas. —Me dio una palmadita en la espalda.
—¿Cómo me encontraste? —le pregunté con pocas ganas de entablar una conversación.
Nicolás tenía esa sonrisa llamativa que en ese momento odié que usara porque me obligaba a ser cortés con él.
—Uno doble, por favor —le pidió al cantinero, se sentó en el banquito de al lado y se acomodó para verme de frente—. Verás, por lo que supe solo hay dos cantinas en tu pueblo, así que imaginé que estarías en una de las dos. Ayer fui a la que está cerca del centro y no te encontré. Hoy fui a la que está cerca de la entrada, y tampoco te encontré. Por poco y me doy por vencido, pero por suerte me topé con un amigo de tu hermano Sebastián, y él, muy amable, me dio la idea de buscarte aquí: en un putero que debo reconocer que es bonito. —Se rio triunfante y levantó un poco sus brazos.
Enseguida supe que se encontró con Filemón porque a veces cantaba en las cantinas para entretener a los borrachos.
—¿Y qué quieres?
El cantinero le entregó su trago después de atender a una pareja que estaba a dos asientos de nosotros. De reojo vi que la señorita apenas y tenía ropa, y el hombre que la cargaba en sus piernas se sentía con la libertad de tocarla donde quisiera. Evité volver a verlos porque me asqueó el imaginar haciendo lo mismo a mi hermano que seguro se metió a algún lugar más privado.
En realidad la casa Martínez sí era un bonito lugar a pesar de todo. El dueño lo mantenía pulcro y bien decorado. Imperaba el color rojo en los muebles y cortinas, y los empleados cuidaban su aspecto hasta en los detalles.
—Cierta señorita está preocupada —continuó Nicolás—. No se ha sabido nada de ti en más de una semana.
Pensar en Amalia me dolía porque trataba de alargar lo más que pudiera esa amarga despedida.
—¿Más de una semana? —El tiempo para mí parecía avanzar con un ritmo distinto.
—Sí, ya entramos en diciembre.
¡Diciembre! El mes que anhelé que llegara y que, sin que lo previniera, terminé odiando.
—¿Ella te mandó a buscarme? —Allí fue cuando me di cuenta de que mi estrella seguía pensando que todavía éramos novios.
—No. —Dio un buen sorbo a su trago y después clavó su mirada en mí—. Yo también quería saber si estabas bien. Pero me doy cuenta de que gastas el tiempo con mujerzuelas y emborrachándote.
—¡Solo me emborracho! —Levanté mi vaso para que brindáramos. Llevaba tres o quizá cuatro días, no sé bien, yendo a la casa Martínez, pero en ninguno pedí la compañía de una mujer—. Ya me viste, completito de cuerpo. —Me señalé—. Te puedes ir.
Nicolás ignoró mi petición y me tocó el hombro una vez más.
#3693 en Novela romántica
#1325 en Otros
#266 en Novela histórica
amor prohido, romance mexicano, tragedias familiares y problemas
Editado: 14.09.2024