Con la llegada de mi amigo y mi nueva relación secreta tenía los pensamientos ocupados. Visitar a mi estrella era ya una rutina que tuve que hacer cachitos y reacomodarla a sus tiempos libres, y a mi capacidad para escaparme de los ojos y oídos vigilantes de mi familia. Por suerte para los dos, a ella no le prohibieron nada, ni siquiera hubo una mención sobre el tema en su casa; o al menos eso fue lo que me dijo.
Florencio pensaba quedarse solo dos días porque debía pasar sus vacaciones arreglando los últimos detalles de la casa que sería su dirección conyugal. El dinero para su construcción vino directo de los bolsillos de los padres de su futura esposa. Sabía poco de ella, apenas su nombre: Viviana Larrea, hija de un empresario minero que contaba con una cuantiosa fortuna, y nada más. Mi reservado amigo se guardaba para sí los detalles de su compromiso y pocas veces lo escuché mencionarla.
El primer día que se quedó en mi casa tuve la oportunidad de platicar con él a solas después de la comida. Mi madre limpió y preparó la habitación de visitas para que él estuviera lo más cómodo posible. Hasta cambió el catre por una cama y añadió dos muebles más, cosa que no hizo cuando yo estuve durmiendo allí.
—Muy inusual en ti, e inesperado en una mujercita del campo —atinó a decirme Florencio cuando le conté que mantenía mi noviazgo lejos de los chismosos.
Tenía que informarle para que no preguntara sobre Amalia frente a mi familia.
—Hace una hora una amiga me invitó a un pequeño convivio en… digamos, parte de su casa. ¿Me acompañas?
Florencio se mantenía sentado en la silla que estaba a lado de la cama, alzó una pierna y la puso sobre su rodilla.
—Preferiría quedarme a terminar el libro que me tiene atrapado entre sus páginas. Pero gracias.
¡De ninguna manera me iba a salir sin él porque nacerían las sospechas que quería evitar!
Vacilé por un momento, di media vuelta y regresé. Presionar a las personas no formaba parte de mis aficiones, pero tenía que convencerlo.
—Anda, vamos, te vas a divertir. —Por dentro deseé que las señoritas anfitrionas no le parecieran “demasiado”.
Mi buen amigo sonrió.
—Está bien, solo porque te ves desesperado.
Avancé hasta la puerta, me comían las ansias por ver a mi amada, luego regresé a verlo.
—Es a las cinco, ponte listo.
—Ya estoy listo. —Sujetó las solapas de su saco y las levantó un poco.
Era verdad. Él siempre se vestía formal desde la mañana, aunque fuera fin de semana o día de descanso.
Cuando la hora llegó y salimos a pie rumbo al lugarcito de costumbre, la gente que pasaba a nuestro lado lo escrutaba con descaro. Llamaba la atención más de lo que imaginé. Hasta juro que vi a mi madre ruborizarse cuando lo presenté.
Elegí irnos por un rumbo más despejado, tenía que despistar a los mirones.
Mi corazón latió tan rápido que cuando llegamos lo podía escuchar retumbando violento. Yo estaba faltando a mi palabra, desobedeciendo a mis padres, pero, aunque debía asustarme, creo que por primera vez sentí esa emoción que te hace querer seguir probando lo prohibido.
Florencio inspeccionó la casita de esquina a esquina, pero fue educado y se reservó sus comentarios. Él desconocía que allí se podían pasar grandes momentos, sin lujos, sin bajillas caras, sin más que mi guitarra y las ruidosas risas de las damas.
Entramos y hallamos a Erlinda de espaldas, concentrada en la mesita donde a veces ponían comida.
—Traje chapulines, los hice yo solita —dijo orgullosa como cantando, pero no se volteó.
—Creo que llegamos temprano —pronuncié en voz alta para que ella nos prestara atención.
La mujer se giró de golpe, abrió más los ojos y se llevó una mano al pecho.
—¡Oh, por la Virgen Santísima! Creí que eras Chavelita.
—Perdóname —le dije y me le acerqué porque en serio se alteró—. Erlinda, te presento a mi amigo Florencio. —Lo señalé.
Florencio avanzó hacia ella y Erlinda le extendió la mano de inmediato.
—Un gusto. ¿Viene usted de la capital?
—De más al norte —respondió Florencio a secas y con una seriedad exagerada. Creo que se sentía incómodo.
Para mi buena suerte después llegaron Celina, Nicolás e Isabel. Pasaron quince minutos más que para mí fueron una eternidad y Amalia no llegaba.
Yo me dispuse a afinar la guitarra en la esquina cerca de la puerta cuando mi estrella entró apresurada y con la falda revuelta. Yo me levanté para alcanzarla.
—Por poco y no me logro zafar —me dijo directo a mí. Respiraba agitada y las gotas de sudor delataron que corrió—. Lázaro está un poco enfermo y mi madre quería que lo cuidara. Le dije que solo saldría una hora. Tengo poco tiempo, lo sé, pero en verdad quería verte. —Su dulce voz hizo que todo lo malo se me olvidara. Aprovecharía esa hora lo más que se pudiera.
—El tiempo que tengas me basta —le susurré cerca de su oído para que solo ella lo escuchara.
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Editado: 14.09.2024