Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Bésame mucho - Parte 2

Sus dedos desabotonaron mi camisa y me tocó el vientre. El calor de su piel sobre la mía causó un irreconocible estremecimiento.

Ninguno sabía cómo se hacía, pero nos dejamos guiar por el instinto.

Con cada roce, con cada probada de sus labios y su suave cuello, me olvidaba de las promesas hechas, me olvidaba de respetarla.

Yo quería desatar los listones de esa amplia falda azul celeste y explorar su cuerpo a detalle. Quería consumar el amor que nos teníamos. ¡Pero no lo hice!

La cara de don Evelio se proyectó en mi cabeza y me devolvió a la realidad.

—Es mejor que paremos —le dije lo más calmado que pude a pesar de que me faltaba el aliento.

—No quiero. —Ella hizo caso omiso a mi endeble petición y trató de quitarme el cinturón—. ¿Tú quieres?

Despacio me alejé y evité que continuara. Era un mal necesario.

—No, pero sí debemos. Por favor, no es correcto.

Amalia se notó confundida, pero aceptó. Se sentó y tardó un minuto en decirme algo.

—Sí, sí, tienes razón —susurró y luego se tapó la boca—. ¡Qué vergüenza!

—¡No, no! Perdóname tú a mí. —Besé su frente y casi puedo asegurar que eso ayudó a que se relajara.

Nos quedamos recostados, viendo hacia la cúpula.

Yo solo podía pensar en cómo sería nuestra vida juntos. Como haríamos también un bonito jardín, como tendríamos hijos que rompieran los rosales, como me prepararía esa comida que mi madre decía que era salada, como nos entregaríamos sin miedo a equivocarnos.

—Anoche tuve un sueño y fue muy bonito —me confesó después de un rato de sublime silencio.

—¿Qué soñaste?

—A ti. —Sus chispeantes ojos me contemplaron—. Soñé que me llevabas lejos de aquí, a un lugar donde no existía el mal.

—No creo que haya un lugar así.

—Supongo que no —sonó decepcionada.

Aunque no lo dijera, sentía en ella un poco de vacilación.

—¿Te pasa algo que yo no sepa?

—No. Es que tengo un presentimiento que no me deja en paz… —Se tocó el pecho y se quedó pensativa. Cuando reaccionó, se levantó a prisa. El tiempo corrió tan rápido que no se dio cuenta de que era hora de irse—. Pero no me hagas caso, es una tontería. —Antes de dar un paso hacia adelante, me dio un beso rápido—. Escríbeme mucho. ¡Ah! —Levantó un dedo—, y también procura no salvar a otras mientras no estoy.

Solo pude reírme un poco.

—Espero que tu hermanito mejore pronto —le dije antes de que se fuera.

Yo decidí salir después y me quedé un rato más en el jardín. Una vez que empezó a oscurecer, me di cuenta de que hasta la flor más bella puede parecer hostil cuando la luz deja de iluminarla.

 

Transcurrieron quince días con una tranquilidad que me ponía nervioso. Ninguna discusión, ninguna noticia de la alcaldía, ni siquiera Florencio daba señales de su regreso. Al dieciseisavo día sentí a mi padre intranquilo. Nos mandó a dormir antes de las nueve y no probó su cena; algo que ni por error hacía porque mi madre se molestaba con él.

Di varias vueltas en mi cama. No podía conciliar el sueño aunque ya pasaba de la media noche, así que me levanté para escribirle a Amalia. Como se lo prometí, le escribía a diario una carta. Apenas había sacado un pedazo de papel de mi cajón, cuando escuché una puerta abrirse. Me asomé con cuidado para averiguar qué pasaba, y vi a mi padre que salía furtivo de la casa. Esta vez no llevaba un revólver, sino una escopeta.

Mi corazón se aceleró porque esas no podían ser buenas noticias.

Me puse la ropa y los zapatos lo más rápido que pude, tomé mi arma y salí para alcanzarlo. Él ya no estaba. Corrí sin dirección, pero tuve la buena suerte de encontrarlo a cuatro calles adelante.

En medio de la oscuridad de la calle, reconocí tres siluetas envueltas en sarapes que caminaban hacia él. Mi padre se les unió. Allí confirmé que se trataba de sus tres hermanos.

Aceleré el paso todavía más, hasta que estuve lo bastante cerca para que me vieran.

—¿A dónde van? —les pregunté con la respiración acelerada.

—A cobrar una deuda —me respondió mi tío Vicente y levantó su revólver.

—¿Qué deuda y por qué a esta hora?

Mi tío Hilario fue directo hacia mí, con esa presencia que me intimidaba, y me habló con voz grave y susurrante.

—Vamos a mandar a la tumba a Boris y a Baltazar Carrillo. ¿Estás contento con mi respuesta, niño? Los dos están escondidos como cobardes en la casa de Baltazar. —Soltó una carcajada. Ni siquiera le importó que en las casas aledañas lo escucharan—. ¡Ja! ¿Qué te parece? Dos pájaros de un solo tiro.

Me acerqué a mi padre porque él era el que me importaba. Era mi obligación persuadirlo de regresar a la casa y olvidarse de venganzas.

—¿Hasta cuándo van a seguir? Si hacen eso, los hijos tomarán venganza.

Mi tío Hilario se interpuso entre los dos.




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