Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Contigo en la distancia - Parte 2

En la tercera noche, al abrir la puerta de mi casa, me topé con una agradable sorpresa.

—¡Mira quién llego! —festejó mi madre y señaló a la persona sentada en la sala.

—¡Amigo! —Me acerqué a él. Se trataba de Florencio—, ¡sí regresaste!

Él se puso de pie y me dio un abrazo, como si no nos hubiéramos visto en meses. En realidad, temía por su seguridad y verlo sano y salvo me quitó una de tantas preocupaciones.

—Tal como lo prometí.

Mi madre nos dio espacio para que platicáramos y yo me senté porque sí estaba muy cansado.

—Perdón por no recibirte —le dije, apenado porque sospeché que llegaba horas allí—. Pero dime, ¿cómo te fue?

Florencio resopló.

—Ojalá pudiera decirte que bien, pero la verdad es que provoqué un caos, como me lo temía. Mis padres no quieren ni verme, y los padres de mi exprometida dijeron que las cosas no se quedarían así.

—¡Oh, no! ¿Y no tienes miedo?

La expresión de mi amigo me respondió antes que él. Estaba temeroso, y mucho.

—Me di de baja de la escuela. Tengo una propiedad en otro estado y me voy a llevar a mi Erlinda para allá, si es que ella acepta mi proposición. Pienso casarme lo más pronto posible. Ni a mis padres les dije el nombre del pueblo en el que conocí a mi enamorada, tardarán en averiguarlo. —Colocó su mano sobre mi hombro—. ¿Puedes ayudarme con una serenata? Antes de venirme compré el anillo que le daré y quiero proponerme mañana mismo.

—Vaya, sí que tienes prisa. ¡Pero claro que te ayudo, cuenta conmigo!

—Yo canto horrible, sueno igual a un perro con tos. ¿Podrías cantar tú?

Su petición me desconcertó y hasta moví mi cuerpo hacia atrás cuando lo escuché.

—¡Por Dios, todo menos eso! —Le manoteé.

—¿No lo harías por un amigo?

Florencio trataba de convencerme, pero yo no pensaba ceder.

—Es que… tampoco canto. Puedo tocar la guitarra y consigo a otros dos para un trío. Tengo un par de nombres en mente.

—Muy bien, pero escoge a los mejores, por favor. Quiero agasajarla. —Sus ojos brillaron al mencionarla.

—Dalo por hecho, amigo. Ahora me iré a dormir porque estoy muy cansado.

—Haré lo mismo. Descansa.

Mi amigo se fue a la habitación de invitados en la cual era bienvenido, y yo me fui a intentar cerrar mis ojos que se negaban a mantenerse así.

 

El cuarto día fue igual. Ningún entierro y en la parroquia no se oficiaron misas de cuerpo presente. Mi padre ni se preocupaba y don Cipriano andaba muy tranquilo levantando borrachos de las calles.

Desconocía qué pasaba, pero me permití relajarme solo esa noche.

Invité a Filemón para que cantara y él invitó a un compañero suyo para que tocara como segunda guitarra. Ensayamos un poco en casa de File y después nos fuimos a casa de Erlinda.

Eran las nueve de la noche y la oscuridad imperaba. Para nuestra mala suerte en la calle donde estaba la casa de don Evelio ningún farol de petróleo se encontraba encendido.

Florencio se vistió con un elegante traje negro, como se vestían los de la capital. Parecía uno de esos señores ricachones que fuman puro y hablan de negocios todo el tiempo. También se perfumó tanto que olía a metros de distancia, y guardó en el bolsillo de su saco la cajita con el anillo.

Jamás imaginé que sería yo uno de los responsables de la pedida de mano de Erlinda; de esa mujer que me parecía demasiado, que robaba la atención por su intensidad y brutal sinceridad. Pensaba que mi amigo no la tendría fácil a la hora de congeniar.

Llegamos a pasos silenciosos hasta la casa, era grande y de dos pisos, y nos ubicamos cerca del balcón de la afortunada.

—Estos cabrones solo se saben tres canciones, así que vamos a comenzar con Serenata sin luna, esa no falla —le dijo Filemón a Florencio mientras nos apuntaba a su amigo y a mí.

—Está bien. ¡Denle! —Florencio se adelantó un poco más para poder ser el primero en ver si salía.

Esos nervios de saber si eres bien recibido la teníamos que pasar de manera obligada todo hombre que cortejaba a una señorita.

Llevaba la guitarra bien afinada y con la seña de Filemón dimos inicio. Primero no nos acoplábamos bien, pero pasados unos segundos todo fluyó de mejor manera.

Esa era mi primera vez llevando serenata, ni siquiera con mi amada estrella lo había hecho, aunque se merecía una todas sus dulces noches.

Erlinda salió del balcón a media canción con una lámpara en la mano. Pienso que dudaba que fuera para ella porque la cara que puso al vernos fue de asombro auténtico. Estaba despeinada, traía la bata de dormir puesta y sonreía de oreja a oreja. Atrás de ella salió doña Antonia. Las dos disfrutaron de las canciones, sostenidas de los barrotes que las protegían y con la vista puesta en nosotros como si fuéramos grandes artistas.

Erlinda desapareció y bajó con un vestido rosado puesto justo al terminar la última melodía. Sus padres se quedaron en la puerta, solo viéndola emocionados.




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