Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Bendita esposa mía - Parte 2

Llegamos al punto de partida para el recorrido y al novio se lo llevaron entre gritos y risas.

Las faldas de amplio vuelo de colores chillantes y encajes ya se movían al son del jarabe que tocaba el mariachi. Las mujeres cargaban en sus cabezas las grandes canastas con todas esas flores. Siempre pensé que eso era una verdadera prueba de resistencia que yo jamás podría superar. Mira que bailar sin que se te caiga el adorno, y encima reír y hasta coquetear. Solo las mujeres eran capaces de tal hazaña.

El evento era multicolor, ruidoso y sí, un respiro de aire fresco ante tanta tragedia. Y me di cuenta de que la vida de los demás seguía su curso, mientras la nuestra había quedado detenida.

Las primeras horas presté atención para saber si algún Carrillo había asistido. ¡No fue ninguno! Ni siquiera las mujeres jóvenes aparecieron. Las malas lenguas decían que la familia entera se fue del pueblo. Por dentro lo agradecí porque así tendría una preocupación menos.

De entre todas las faldas que revoloteaban, la reconocí, iba de azul. Mi estrella se movía con la alegría que podía irradiar sin tanto esfuerzo.

Me quedé mirándola un instante, hasta que una mano me tocó.

—¿Te vienes con los hombres o quieres que te consiga flores? —dijo Filemón, que esta vez no trabajo porque contrataron a otro mariachi de otro pueblo.

—No, no. Vamos. —Lo seguí.

A unos metros vi el grupo de Filemón y tuve el enorme gusto de reconocer a Nicolás, quien regresó solo para estar presente en la boda de Erlinda. También estaba Jacinto, entre otros con los que no tenía amistad.

La larga procesión con las marionetas de tres metros de altura que representaban a la novia y al novio encabezándola, comenzó. Recorrimos todo el pueblo y me dolieron los pies, pero nada iba a detenerme para disfrutar de los últimos momentos de soltería de mi buen amigo.

Ninguna persona se quedó sin recibir la invitación, incluso Ermilio llegó el día treinta para acompañar a nuestro amigo.

Don Evelio tiró la casa por la ventana.

Por tradición los padres de la novia pagan todo, y, según supe por voz de Florencio, no le permitieron poner ni un solo peso. El orgullo de los Bautista siempre se hacía presente.

El bombo de la banda se impuso. Los músicos no paraban de tocar. Con bebida en mano hubo gritos, risas y vítores para la feliz pareja.

Las tres “m” se cumplieron: matrimonio, mole y mezcal. Y sí que hubo mezcal, el suficiente para los tres días que duró la boda. No supe de mí en el segundo.

Doña Antonia lloró tanto que pensé que se desmayaría en cualquier momento.

Después de que los declararan marido y mujer se procedió al mediu xhiga; costumbre en el que se baila con cántaros alrededor de los recién casados.

Fue la primera vez que vi a mi estrella con su huipil y su falda negra, ambos bordados con flores rosas, moradas, lilas y rojas. Con su hermosa trenza que le recorría enrollada la cabeza. Con su joyería de oro que brillaba impotente porque ella era la que más tenía después de la novia. Me miraba de vez en cuando y tuve que alejarme para que no se me notara que seguía seducido por su encanto.

El ritual dicta que al final del baile, sientan a los novios. Los invitados, uno a uno, van rompiendo el cántaro a sus pies para augurarles buena fortuna. Fue durante esa ancestral danza que tuve a mi lado a mi novia secreta. Apenas nos miramos porque había demasiada gente, estábamos en medio de los Bautista y sus padres prestaban atención de vez en cuando. Pero sentirla cerca, y con ayuda de la magia que envuelve lo antiguo, me enamoré un poquito más.

Erlinda y Florencio estaban en medio, y él no decía nada.

Pagaría por volver a ver su cara de desconcierto porque no tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero igual hacía un esfuerzo por sonreír.

Cuando llegó el turno de doña Antonia de romper el cántaro, este rebotó sobre el suelo, cerca de los pies del novio, pero no se rompió.

La gente soltó al unísono un quejo de impresión, y uno que otro empezó a cuchichear.

Doña Antonia levantó de nuevo el cántaro y volvió a arrojarlo, esta vez más fuerte, pero tampoco se rompió.

—Cada vez los hacen más resistentes —dijo en voz alta, para romper con la tensión.

Vi cómo su mano apretó el cántaro, levantó el brazo y lo azotó una tercera vez. Cada invitado siguió atento su curso.

Para su buena suerte, esta vez sí se partió en pedacitos.

—¡Qué vivan los novios! —gritó doña Antonia.

La gente le hizo segunda y el incómodo momento quedó olvidado porque la fiesta debía continuar.

 

Llegó el tercer día, en el que, al anochecer, los novios se tenían que retirar antes de terminar el evento para tener su primera… convivencia a solas. Sería en casa de don Evelio ya que después ellos se mudarían lejos.

Faltaban unas dos horas para eso, y bebimos una última ronda de mezcal antes de irnos a descansar.

Ermilio se adaptó rápido a mis conocidos, y los chistes y bromas no se hicieron esperar.




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