Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Sabor a mí - Parte 2

Durante la noche pensé en ir a visitar al alcalde y pedirle que me dejara salir por cuestiones de la escuela. Y si me lo negaba, no me quedaría más alternativa que fugarme. Me dormí pensando en las palabras que iba a decirle para convencerlo.

Al día siguiente me levanté temprano, limpié mis botas y el sombrero, busqué una ropa decente y salí de mi cuarto, dispuesto a seguir con el plan que ya tenía.

Antes de irme, vi correr a un niño y me di cuenta que se trataba de mi sobrino Simón, el hijo menor de Rogelio.

Mi hermano no solía visitarnos tan temprano. Si lo hacía, era porque tenía una noticia urgente.

Me topé con Pía antes de entrar a la cocina para averiguar el motivo de su visita.

Pía era una mujer que en el pueblo consideraban como una joya. La gente constantemente hablaba de su gran belleza, elegancia y buen gusto hasta para vestir a sus hijos. Era alta y estilizada, con piel morena que cuidaba en extremo, y una larga y espesa cabellera negra que le gustaba presumir. Cuando aceptó la petición de matrimonio de mi hermano fue como si él se hubiera ganado un gran premio.

Yo admiraba a mi cuñada porque, a pesar de ser silenciosa, era inteligente y capaz de influenciar a aquellos que la rodeaban.

—Esteban —me mencionó con esa voz aterciopelada y dicción cuidadosa—. ¿Gustas un café? —Con el dorso de su mano apuntó hacia la mesa.

—Sí, por favor. —Mi plan tenía que esperar un poco más.

Pía se apresuró a servir una taza antes de que mi madre se levantara, y la colocó sobre la mesa.

—Es que no puedo creerlo —se quejaba mi madre.

—¿Qué pasó? —me apresuré a preguntarle porque los vi con caras de preocupación.

—El tío Hilario se declaró culpable del asesinato de Baltazar y de Amadeo Carrillo.

Tuve que sentarme para procesar lo que Rogelio dijo.

—¡¿De don Amadeo también?! —lo cuestioné, incrédulo.

—Sí, también. —Con su dedo índice, golpeó la madera de la mesa—. Pero lo obligaron a confesarlo, estoy seguro. De seguro fue el perro ese del alcalde.

En ese momento imaginé a Chito obligando a mi tío a confesar una mentira, él seguro tenía más de una técnica para lograrlo.

—¿Cómo sabes?

—Porque al alcalde le gusta echarle culpas a quien encierra para lavarse las manos. Y porque sé que el tío Hilario estaba en casa del tío Vicente cuando fue lo de Amadeo.

—¿Y ya hablaron con el tío Hilario?

—Todavía no —respondió mi padre que se veía triste y frustrado—. No nos han dejado, solo a su mujer y sus hijos. Después de esto lo van a condenar.

—Papi, papi, papi, ven a jugar con nosotros —llamó Simón a su padre y lo jaló varias veces del brazo.

Rogelio podía ser un hermano severo, pero como padre toda esa dureza se rompía en pedacitos y solo dejaba a un hombre complaciente y dócil que cargaba a sus tres hijos las veces que ellos le pidieran.

Quizá si debía sentirme triste porque su condena no sería corta, pero el tío Hilario buscó su castigo al dispararle a Boris y a Baltazar. La mala suerte que tuvo fue que solo él pagaría por el crimen que no cometió solo.

Fui egoísta y lo que se me vino a la mente era que, una vez encontrado al culpable, yo era libre de irme.

Busqué a Nicolás esa misma noche. Necesitaba saber a qué hora salían hacia su pueblo. Quería acompañarlos por lo menos a la entrada y de ahí seguir el rumbo hacia la capital. Él me informó que saldrían a las ocho y estuve listo desde las siete.

A mi padre le pareció excelente la noticia de que me marcharía para supervisar el negocio, y mi madre empacó bastante comida para una semana.

Fui solo hasta la parada y me subí a la carreta antes de que llegaran los demás. Sentía nervios porque ellas se estaban fugando y podía traerles graves problemas en sus casas.

Para mi buena suerte, era un viaje con pocos pasajeros: un hombre que se quedó dormido, una señora tan anciana que creo que ya ni escuchaba y que iba acompañada de un joven con cara de pocos amigos, y yo.

Nicolás llegó cuando faltaban cinco minutos para que saliera.

No había rastro de Amalia y Erlinda.

—¿Crees que vengan? —le pregunté susurrante a Nicolás.

—Ojalá que sí. Solo espero que no las hayan descubierto.

Quedaban solo dos minutos y el conductor ya se encontraba listo para iniciar con el viaje.

Mi corazón latía veloz y solo podía concentrarme en la pequeña puerta abierta de madera de la carreta.

—¡Vámonos! —gritó fuerte el conductor.

Uno de los empleados cerró esa puertita y mis esperanzas de viajar por lo menos una hora a su lado desaparecieron.

—¡Espere! —se escuchó que gritaron—. Faltamos nosotras. ¡Espere!

—Creo que vienen más pasajeros —avisó Nicolás al conductor.

El hombre detuvo la carreta, aunque no se veía nada contento con eso.




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