Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Sueño de amor - Parte 1

—¿Tienes algún familiar o amigo en el que confíes como para pedirle un gran favor? —me preguntó serio Ermilio en la tarde del sábado.

Yo me encontraba en la sala leyendo el periódico antes de irme a revisar la construcción de mi casa. Lo bajé cuando escuché su voz.

—Tengo varios. ¿Por qué?

Vi que estaba vestido con ropa formal: traje sastre café, zapatos recién pulidos y volvió a peinarse. Batallaba con su corbata mientras se dirigía a mí.

—Debemos traer aquí a la mujer de Florencio y luego lograr que ellos consumen su matrimonio.

Resoplé y después me reí de tremando disparate.

—¿Quieres que Erlinda Bautista venga y luego la llevemos a un lugar poco digno para que tenga intimidad con su esposo?

—Sí, eso quiero —lo dijo con tanta naturalidad que entonces le creí.

—Es una estupidez.

Bien Florencio podría reconocer frente al juez que consumó el matrimonio de manera privada y así arreglar lo de la anulación, pero eso destruiría la honra de su esposa en el pueblo. La señalarían y marcarían como una mujer que no llegó virgen al matrimonio.

Ermilio se puso serio de nuevo, como si cambiara su personalidad con un solo botón que no podía encontrar en mí.

—Pero es la forma en la que el Larrea va a desencapricharse de hacerlo su yerno a la fuerza.

—¿Y luego qué? —Alcé una mano e hice ademanes porque me sentía contrariado—. Lo deja libre de eso, ¿qué va seguir? ¿Que lo maten?

—El abogado hará esa parte. —Creo que lo harté porque sonó irritado—. ¿Vas a entrarle a esto o no?

De todas las personas en las que confiaba, fue un nombre el que se instaló en mi mente.

—Tal vez un amigo pueda ayudar, pero lo veo complicado.

—Bien. —Abotonó su saco y se dispuso a irse—. Mándale un telegrama. —De pronto regresó un paso hacia mí—. ¿Sí llegan los telegramas allá?

—Sí llegan, pero son caros y la gente no los usa muy seguido.

—No importa. Lo pagaremos. ¿Mitad y mitad?

—Lo pago yo. —Era lo menos que podía hacer—. ¿Qué quieres que le diga?

—Dile que necesitamos que traiga a la señora de Fernández, que el abogado la necesita para tratar asuntos de su esposo. No le des más explicaciones. Roguemos porque funcione. —En el espejo que había en la pared se dio un último vistazo—. Odio que no tengan un maldito teléfono cerca. Sería mucho más fácil así.

—¿A dónde vas? —No resistí más la duda de saber por qué se preparaba con tanto cuidado. Hasta sospeché que tendría un encuentro amoroso o algo así.

Ermilio se paró orgulloso y sonrió.

—Voy a ver al Tilingas. —Me apuntó—. Mientras, tú manda ese telegrama ya.

—Buen viaje —alcancé a decirle antes de que saliera de la casa.

Ese hombre me tenía preocupado por los arranques de valentía que estaba experimentando. Podía meterse también en problemas grandes si no cuidaba sus pasos.

 

Obedecí lo que mi amigo pidió y mandé el telegrama a antes de viajar a la ciudad donde construía mi casa. Por dentro pensaba que su plan era un imposible. De ninguna manera don Evelio accedería. Pero cumplí porque me comprometí a hacerlo.

Cuando llegué a mi futura morada y la vi, con tanto avance, sentí una emoción indescriptible. Ya solo faltaba ponerle las puertas y ventanas, y también unas tejas que le dieran buena vista. Deseaba que a Amalia le agradara. Más adelante le haría un patio igual de bonito que el que tenía Celina. Uno donde ella pudiera regar sus plantas y sembrar lo que se le viniera en gana, donde nuestros hijos correrían, y donde tendríamos románticos encuentros a la luz de la luna. Cada detalle que mandé a hacer fue pensando en ella, en mi amada.

 

Los días pasaban y, como lo supuse, no obteníamos una respuesta al telegrama, ni siquiera una negativa. Fue a Nicolás a quien mandé la solicitud de ayuda. Él en poco tiempo se convirtió en un amigo inesperado, pero al que consideraba como leal y buena persona.

La escuela, el castigo que el director me impuso y el trabajo de la zapatería me dejaba poco tiempo para escribirle. Pero ni eso evitó que Amalia y yo nos escribíamos todo lo que podíamos. Los desvelos no me detuvieron para contarle en el papel mi día, o mis pensamientos privados. Yo no poseía el don de la escritura, pero le decía lo que pensaba, así como salía.

Amé cada hoja que ella llenó con sus bellas palabras, amé cada frase que decía entre líneas o de forma directa que me amaba. La amaba tanto que con solo pensarla era capaz de levantarme en las mañanas.

 

Un mes transcurrió entre cansancio, tareas a montones y los avisos del abogado que trataba el caso de Florencio; del cual no obteníamos avances ni noticias alentadoras.

Recuerdo bien que una madrugada de principios de marzo tocaron a la puerta. Supuse que Ermilio salió de juerga y regresaba borracho y sin llave.

Volvieron a tocar, esta vez con más fuerza.




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