Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Pálida azucena - Parte 1

Don Evelio tuvo un funeral tan concurrido que las calles se llenaron de gente siguiendo al féretro que recorrió despacio todo el pueblo, lo pude ver desde la cantina. Con eso confirmé que fue un hombre muy querido.

Allá, en mi amada tierra, a los muertos se les lleva hasta el camposanto acompañado con la banda de aliento, y esta me recordó todavía más las tragedias de las que fui testigo.

Sé que no debí, pero cuando la procesión pasó cerca me asomé como pude en una de las ventanas del local, con cuidado para que no me vieran. Otros más también querían ver y eso disimuló mi presencia. Solo buscaba a una persona y fue fácil reconocerla. Iba hasta adelante, detrás de sus padres y sus hermanos. Mi dulce Amalia parecía más un espíritu que una mujer viva. Enfoqué lo mejor que pude y vi que sus ojos estaban tan rojos que se le hinchó la mitad superior de la cara. Deseé poder abrazarla y brindarle apoyo, ser su hombro en el que pudiera descargar todo su dolor.

Lo que tenía que ser una fiesta, un día de felicidad y gozo para ella, terminó siendo un funeral.

Cuando aquella triste caminata se perdió de mi vista, regresé al banco que ocupaba y pedí otro trago.

Quería ahogar todo lo que me atormentaba. En mi mente se repetía la muerte de don Amadeo, con esos ojos abiertos, y luego me iba a la de don Baltazar, hasta llegar a la de don Evelio, allí, boca abajo e inmóvil con toda esa sangre rodeándolo. ¿Cuántas tumbas eran necesarias para arreglar el problema que comenzó por unos simples terrenos?

Las horas pasaban, el sol se escondía, perdí la noción del tiempo y ni siquiera comí. Llené el cuerpo de alcohol una y otra vez. El dinero estaba por terminarse, y planeé ir por mis ahorros. Terminaba mi último trago que podía pagar, cuando escuché el vaivén de las puertas de la cantina.

Hubo un silencio extraño y uno que otro borracho se me quedó viendo preocupado.

No me molesté en ver quién era. Solo unos pasos sonaban como esos, solo las botas de Rogelio hacían ese ruido tan único y las reconocí enseguida.

Unos segundos después sentí su mano pesada sobre mi hombro, pero no giré a verlo.

—¡Vámonos ya! —ordenó firme y me apretó.

—¡No! —le respondí tajante y después bebí de un solo trago todo el tequila que quemó más de la cuenta.

—¿Qué dijiste? —Su voz sonó más a sorpresa que a enojo—. ¿Vas a esconderte en las cantinas cada vez que tengas miedo?

Su pregunta fue molesta. Tenía miedo, por supuesto. Para ese punto yo ya me sentía como un ave de mal agüero, como el tecolote que anuncia la muerte con su canto.

—Sí —le respondí como si fuera algo obvio.

Mi hermano me jaló para que lo encarara. Casi me caigo del banco con el tirón tan fuerte.

—Nos vamos, y es una orden. —Estaba furioso, lo sabía porque él tenía la desdicha de expresar demasiado con su cara. El disimular jamás fue su fuerte.

De reojo vi que más de uno nos observaba atento.

El cantinero se acercó con pasos lentos y sin prestarnos tanta atención.

—¿Vas a querer otro? —me preguntó mientras acomodaba unas botellas debajo del mostrador.

—No —se adelantó a responderle Rogelio.

El cantinero siguió con sus tareas como si nada le interesara.

—¡Yo… de aquí… —Quería hablar clarito, que él comprendiera sin falla, pero con lo que no conté fue que estaba tan borracho que la lengua se me trababa. Traté de hacerlo más despacio para que sonara mejor—. ¡Yo de aquí no… me voy! —Señalé firme hacia el piso—. No pienso… —Respiré porque era difícil liberar las palabras— ver otro muertito… más. —Negué con la mano varias veces.

Rogelio gruñó.

—Entonces te llevo a rastras. —Sin avisar, caminó hacia mi espalda y me sujetó fuerte.

Sentí que buscaba levantarme, y por poco lo logra, de no ser porque me solté al mover los brazos.

—Atrápame si puedes —dije lento y retador.

Mi plan era perderlo, que me dejara en paz, e ir por más dinero para seguir bebiendo. Pero, en cuanto quise dar un paso, mi pierna me traicionó y caí directo al suelo. Ni siquiera pude meter las manos y mi frente fue a dar al áspero piso de madera.

Las fuertes risas de los presentes ayudaron a devolverme un poco de lucidez.

De nuevo escuché los pasos de mi hermano, estaba a un lado de mí y me levantó sin decir una sola palabra.

Tuve que aceptar que la juerga había terminado.

Salimos conmigo sobre su hombro porque no podía estar de pie solo.

La cantina era un espacio libre para todo aquel que buscaba descargar sus pesares, y al cruzar las puertas sentí la desesperación de abandonar lo que consideraba “un lugar seguro”.

Anduvimos unos pasos hasta donde amarró a su caballo, cuando una preocupación se apoderó de mí.

—¡Espérate! —Lo detuve a tropezones y le agarré la camisa para que me pusiera atención—. ¡Genovevo!

Rogelio sonrió un poco.

—¿Crees que tu tonto caballo va a irse para otro lado? —sonó burlón—. Después vengo a recogerlo.




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