El asunto de mi hermano era delicado, pero fuera de mi alcance. Ese era un tema que él y solo él podía tratar. Meterme en sus asuntos no era una prioridad para mí.
Antes de irme, regresé a mi cuarto y les escribí notas a mis amigos. Después de todo, Erlinda, Isabel, Celina y Nicolás, se convirtieron en eso: mis amigos. Despedirme aunque sea en papel era obligatorio porque no sabía cuándo iba a regresar.
La última hoja en blanco quedó esperándome, inerte sobre la mesa, provocativa y, sí, dispuesta para que la usara a placer.
En ese momento decidí cambiar por unas horas la fecha de mi partida.
Querida Amalia, recibe esta nota como una última súplica. Eres tú y solo tú la mujer en la que pienso antes de ir a dormir, la que imagino a mi lado cuando lleguemos a viejos, la que quiero como mi esposa.
Estaré mañana las diez de la mañana en las carretas. Si sientes lo mismo por mí, trae tus maletas y empecemos una vida juntos. Tú siempre serás mi amor. Aunque pasen los años, te seguiré amando. Esa es mi promesa.
Tuvimos una cena que se sintió como una despedida. Llamaron a mis hermanos y todos llegaron con sus esposas e hijos. Por poco y se convierte en una fiesta. Incluso mamá tomó un trago de mezcal en mi honor.
En esas horas olvidé todos mis pesares y me concentré en mi familia, a la que jamás dejaría de extrañar.
Al día siguiente estuve listo a las nueve con el equipaje y la incertidumbre que quemaba mis entrañas.
Me quedé parado en el marco de la puerta, pensando en si ella atendería a mi llamado.
Mi madre me dio la bendición, mi padre me deseó suerte, y mis dos hermanos menores también tuvieron el detalle de darme un fuerte abrazo.
Después de colgar las maletas, subí a la silla que le puse a Genovevo, volví a despedirme con la mano y luego cabalgué hacia la casa de Rogelio.
Llegué rápido porque temía malgastar el tiempo y que Amalia se sintiera ofendida si no me encontraba.
Toqué su puerta y fue él quien atendió.
—¿Ya te vas? —preguntó mi hermano, quien ya se encontraba listo para ponerse a trabajar.
—Sí.
—¿Y la novia? —Inspeccionó la calle, pero supongo que al verme a la cara, comprendió—. ¡Oh!, Ya. Lo siento.
Bajé del caballo de un salto y abrí un morral que tenía a la mano. De allí saqué el cofrecito que contenía sus ahorros.
—Te los devuelvo. —Se los entregué.
Decidí que era necesario regresárselos. Si iba a mantener a Amalia, ya me las arreglaría con mis propios recursos. Trabajaría el doble, vendería lo que no fuera útil, buscaría opciones aunque al principio tuviéramos carencias…
—¿Seguro? —Volvió a acercarme el pequeño baúl.
—Muy seguro. —confirmé—. También quiero pedirte un favor, ¿puedo encargarte a Genovevo? Trataré de llevármelo lo más pronto posible. Ya no quiero dejarle esa responsabilidad a nuestro padre.
Acaricié su pelaje. Mi buen amigo silencioso que expresaba tanto con su mirada o con solo mover su cabeza tendría que esperar un poco más para poder tener una nueva morada porque me faltaba por adaptarle su espacio.
—Por supuesto. —Rogelio le dio una palmada a Genovevo—. Lo voy a poner a trabajar porque ve lo obeso que está.
—Si es que puedes —reí.
Me disponía a desatar el equipaje, cuando mi hermano intervino.
—Espérame. Te voy a acompañar.
Entró a su casa y diez minutos después salió por el terreno de al lado montado en su caballo.
—Vamos. Yo me lo traigo después —se refirió a Genovevo.
Él desconocía mis planes, estaba ausente de los nervios que impedían que sostuviera bien las riendas. No le dije que el pecho me saltaba sin parar ni que el aire me faltaba mientras más nos acercábamos a nuestro destino.
Dos cuadras antes de llegar, nos topamos con Filemón que iba a pie del lado contrario. Nos llamó la atención lo diferente que se veía. Vestía un traje azul y cargaba consigo un ramo de rosas.
—¿A dónde tan peinado? —lo interrogó mi hermano cuando se puso frente a él—. ¿A quién cortejas?
Allí até cabos y me adelanté a responder:
—A Chavelita, ¿verdad? ¿Por eso le preguntaste a Jacinto?
—Él no está interesado —comentó entre dientes.
Rogelio soltó una risotada que llamó mi atención.
—¿Piensas casarte con una bastarda? ¿Qué dice tu madre al respecto?
Enseguida Filemón volteó a ver a mi hermano. Se notaba ofendido, pero supo controlarse.
—No le digas así.
—Eso es —continuó Rogelio, ignorando por completo las señales de incomodidad—, ¿o no?
En ese momento pensé que Filemón debatió por dentro sobre si bajarlo del caballo de un buen golpe o ignorar sus desatinados comentarios.
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Editado: 14.09.2024