Octubre llegó con un clima inusual. Por la tarde el calor se ponía insoportable y por las noches se avivaba el intenso frío. Fuera como fuera, usaba un pretexto para justificar mi ausencia en la zapatería y en avanzar en la tesis. Solo tenía ganas de dormir y así olvidar el despecho que me arrancaba las ganas de levantarme.
En lo único que ponía empeño era en revisar a diario la correspondencia. Esperaba ansioso al cartero hasta hartarlo, ¡pero nada! Ni una sola respuesta de su parte, ni su despedida fatal ni una palabra que me diera esperanza. Me encontraba perdido y también confundido ante su insensibilidad.
«¡¿Cómo iba a vivir sin ella?!», me preguntaba una y otra vez mientras daba vueltas en la soledad de mi cuarto. Nada calmaba la angustia y sentía que estaba perdiendo la razón.
Ermilio entró una tarde con sus acostumbrados buenos ánimos que cada vez más despertaban mi envidia. Prendió la luz sin pedirme permiso y me dejó ciego un instante.
—¿Qué tal vas? —preguntó con esa amplia sonrisa que en ese tiempo me parecía irritante.
Estaba vestido con un traje gris y enseguida supuse que iba a asistir a una cita importante.
—Avancé. —Apunté hacia el desordenado escritorio que tenía decenas de hojas escritas a medias—. No como creía, pero avancé —refiriéndome a la infame tesis. En realidad le prestaba poca atención a pesar de que era de carácter urgente el mejorarla. El director tarde o temprano se enteraría de mi falta de compromiso y podría retractarse de haberme dado una segunda oportunidad. Pero ni eso lograba que me concentrara, simplemente era imposible.
Mi amigo avanzó un poco más y se detuvo a los pies de la cama en la que yo seguía acostado.
—Yo ya la terminé. —Mostró una mueca de satisfacción.
Lo que salió de su boca causó que me sentara, tan rápido que tuve un mareo.
—¡¿Qué?! —le pregunté, incrédulo.
—Sí, la aceptaron hoy.
«¡¿Cuánto tiempo ha pasado?!», me cuestioné, sorprendido. Para mí todo pasaba distinto a los demás.
—¡Ermilio, te felicito! —En realidad sí sentía alegría por él, porque se esforzó por terminar aunque su naturaleza era la de ser desorganizado y poco aplicado. Enseguida me puse de pie para darle un fuerte abrazo—. ¡Ya eres un ingeniero!
Seré sincero, no sentí ni un ápice de celos por su triunfo. Que él lo lograra fue una inspiración para continuar con mi proceso.
—Todavía falta la ceremonia, pero sí. —Esta vez su sonrisa por poco se quiebra gracias a la emoción—, se podría decir que ya lo soy. —Tocó su pecho—. Y eso que ni yo creía en mí.
—¡Lo lograste! —mi voz salió baja y sentí el temblor en la barbilla.
Nos miramos como si con eso comprendiéramos la carga emocional que significaba tener el tan ansiado título; ¡ese por el que tanto trabajamos!
—¿Qué dices? —preguntó, esta vez avergonzado porque desde el incidente en el burdel dejó de invitarme a salir con él—, ¿celebramos? —Abrió más los ojos y manoteó—. Solo una sana salida con los pocos amigos que hice; al menos los verdaderos. Aunque es una lástima que va a faltar la Flor silvestre.
—Sí. —Suspiré—. Va a faltar.
Florencio ya no tendría la opción de vivir ese júbilo.
Ermilio caminó hacia la salida. Se veía como todo un ganador.
Por un segundo contemplé las diferencias. Él en un limpio y planchado traje con la felicidad en sus manos, y yo derrotado con la ropa de dormir sucia que no me había quitado desde hacía dos días. Sin duda, las cosas dieron un giro inesperado para ambos.
—Hoy en la noche —confirmó alegre con una mano apuntándome—. Antes te bañas.
Le hice caso y me di una ducha de agua fría para despabilar. No tenía ganas de salir a reuniones, pero fallarle a mi amigo en su importante festejo me pareció una grosería difícil de olvidar.
Llegué después al agradable restaurante familiar donde fuimos convocados sus invitados. Se llamaba Santa Clara y desde la entrada ya olía a especies, como la cocina de mi madre. El piso era de color verde oscuro con blanco y las mesas de madera estaban pintadas de negro. Del lado izquierdo escuché a un violinista que se encontraba sumergido en su propio arte.
Destinaron un área especial con tres mesas para el íntimo festejo con vista a un bonito jardín que ya estaba oscurecido.
Sin que lo buscara, recordé aquel encuentro que tuve con Amalia en el patio de Celina, en el que por poco consumamos el amor que creía que nos envolvía a los dos.
Para mi sorpresa, solo estaban allí unos cuantos compañeros de la escuela, dos chicas que no conocía, y en una esquina, con la cara volteada hacia el lado contrario de donde yo estaba, reconocí el perfil de Miranda; uno difícil de olvidar.
¡Sí!, la Miranda que despertó en mí sensaciones indebidas, volvía a mi vida en un mal momento; en uno vulnerable.
Deseé haberme vestido mejor, pero ya era demasiado tarde para regresar y escoger algo más presentable que una camisa azul desgastada y un pantalón negro que no planché. También me hacía falta recortarme el cabello. Yo me sentía como un completo desastre.
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Editado: 14.09.2024