Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Te odio y te quiero - Parte 2

Por diez días estuve así: Sebastián o Paulino llevaban la comida, controlaban mis idas al baño y revisaban de vez en cuando que no tratara de salir. Mi madre se asomó son una vez, pero no dijo nada. Creo que ella comprendía por qué mis hermanos lo hacían. Mi padre ni siquiera intentó hablar conmigo. Podía escuchar su voz cuando conversaba cerca, pero ninguna de sus palabras era para mí.

Lo único que me permitieron fue escribirle una carta a Acacio, y eso porque les dije que debía enviarle instrucciones para el negocio. Sí hice eso, pero también hice mención sobre “el otro asunto” con el que Acacio ayudaba. En esa carta que Sebastián llevó al correo le recalqué que le proporcionara a Erlinda dinero suficiente para que mandara a comprar víveres y lo que necesitara, y que estuviera al pendiente por si requería algo más. Me preocupaba que ella estuviera esperándonos; algo que ya no pasaría.

Los primeros dos días los pasé enojado, furioso al límite. Incluso rompí una jarra de agua fresca que pusieron en la mesita. El hilo de sangre que fluyó de la palma de mi mano no fue suficiente. A mí, que no me gustaba ni siquiera pelear en modo de juego, me entraron las ganas de moler a golpes a ese hombre que se llevó a la que tenía que ser mi mujer.

La vida que había soñado se caía a pedazos sin que pudiera evitarlo.

Al tercer día ya fui capaz de dejar de romper cosas. Hasta terminé toda la comida que Paulino llevó. Por suerte metí la tesis en la maleta, y los siguientes siete días la trabajé tanto que puse el ansiado punto final.

Quizá eso fue lo que me salvó de caer en la locura, lo que me ayudó a levantarme: la esperanza de un futuro profesional exitoso.

Poco a poco iba dejando de anhelar el dolor ajeno, poco a poco comprendía que debía ser consciente. Era posible que en realidad ella no se fugó con otro. Amalia tal vez estaba corriendo riesgos similares a los que tuvo que sortear Erlinda. Y no sabía si Amalia era tan aguerrida como su prima. Si urgía que la auxiliaran, era mi deber atender sus llamados.

Rogelio llegó una tarde, ya el sol se había metido y comenzaba a hacer frío.

—¿Te parece si salimos a dar una vuelta? —escuché que me preguntó cuando entró a mi cómoda prisión.

Ni siquiera volteé a verlo. Me encontraba acomodando con cuidado todas esas hojas de la tesis para que no se maltrataran.

—¿Vas a soltar al perro? —fui sarcástico. Estaba en serio molesto con él.

—¡Ya, ya! —Se acercó y se detuvo atrás de mí—. No te lo tomes a pecho. Te hizo bien. —Señaló la tesis. Él estudió hasta tercero de primaria porque decidió dedicarse al campo, pero comprendía más rápido que mis hermanos sobre las obligaciones escolares—. Entonces, ¿salimos? El Genovevo te extraña. No le gusta que otro lo monte.

Mi hermano me dio en el punto débil.

—Yo también lo extraño.

La tensión entre los dos empezó a disiparse.

—Ya preñó a una de mis yeguas. —Rio un poco—. Vas a ser abuelo.

¡No podía creerlo! El Genovevo era holgazán hasta para aparearse.

Giré a verlo en cuanto me lo dijo.

—¡¿Cómo lo dejaste?!

—Si no me pidió permiso el atrevido. —Bajó el tono de su voz—. Ándale, vamos. Tengo buenas noticias que contarte.

Supuse que se trataba de Amalia y por eso acepté. Tal vez iba a decirme que todo fue una mentira, o que ella regresó, o que supo que fue un escape sin fines amorosos.

Me cambié la ropa y ambos salimos.

—Sigues vistiéndote igual de mal —hizo hincapié cuando me vio con la camisa arrugada y los pantalones medio sucios, pero sonó más relajado que como acostumbraba.

Afuera de la casa ya estaban su caballo y el mío. El Genovevo me recibió con un suave cabezazo.

Montamos en el campo abierto por un rato, sentir el aire sobre todo mi cuerpo fue medicinal, olvidé todo por esos agradables minutos, hasta que Rogelio bajó la velocidad y por fin habló:

—Ayer pedí una audiencia con el alcalde y el aceptó verme mañana. Pensé que me mandaría al cuerno, pero tal vez esté abierto a escuchar. Pienso que lo afectó lo de su hija y por eso andaba blandito.

Sentí una gran decepción al saber que la conversación no iba por el rumbo que imaginé.

—¿Y de qué quieres hablar con el alcalde?

Rogelio sonrió esperanzado.

—Quiero llegar a un acuerdo de paz. Frágil, aunque sea, pero un acuerdo que ya nos quite de tantos pesares. Le diré que si mantiene a los Carrillo y a su familia a raya, haré lo mismo con la mía.

—¿Papá sabe lo que piensas hacer?

—No, pero va a tener que aceptar lo que proponga por el bien de todos nosotros. Tengo hijos y una mujer por los cuales velar.

Yo sabía que nuestro padre tomaría mal su intromisión, pero, tratándose de Rogelio, la reprimenda sería mucho más suave.

—Me alegra —dije sin sentirla de verdad.

—Por ahí va otra noticia: —Esta vez su sonrisa se extendió todo lo que podía—. Pía está en cinta. La partera nos los confirmó hoy en la mañana.




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