Cuando yo tenía seis años, mi padre le regaló a Rogelio un caballito con remolque de madera pintado a mano en su cumpleaños número doce.
Rogelio le tomó tanto cariño que teníamos prohibido tocarlo. Yo ansiaba jugar un poco con él, pero mi hermano lo cuidaba tanto que se tomaba el tiempo de esconderlo de todos nosotros.
No sé por qué, pero cuando abrí los ojos me encontraba de vuelta en casa, en la que fue años atrás. El suelo era todavía de tierra, se cocinaba con leña y la crisis económica del pueblo era alarmante. Aun así, mis padres hacían lo posible para que sus siete hijos no se dieran cuenta de aquella triste época.
Allí estaba yo, en medio del comedor jugando con piedras y palitos que apilaba.
Mi madre bordaba despreocupada y tarareaba una dulce canción en zapoteco. Mi padre bebía una taza de café a su lado.
Gerónimo, Jacobo y Anastasio se entretenían con el pan que robaron de la mesa.
Sebastián y Paulino se encontraban dormidos en el catre que teníamos cerca para que nuestra madre pudiera ocuparse de sus quehaceres y al mismo tiempo cuidar de los más pequeños.
Me mantenía tan concentrado en aquellos palitos y piedras de distintos tamaños que no vi que Rogelio se sentó a mi lado.
Lo noté solo porque levanté la cabeza y choqué con su brazo que descansaba cerca de mí.
—¿Qué haces? —preguntó, interesado de verdad.
—Un nido de pájaros. —Le mostré mi risible trabajo.
—Se ve bien —me animó y luego se puso serio—. Quiero pedirte un favor.
—Sí —le dije, todavía concentrado en que los palitos se apilaran bien.
Mi hermano escondía algo detrás de él, y cuando escuchó que acepté, se volteó un poco para levantarlo.
—¿Me lo cuidas? —Me entregó su amado caballito—. Debo salir y no quiero que lo vayan a maltratar.
Enseguida abandoné el proyecto del nido solo para admirar el juguete. Era blanco y la montadura pintada iba en rojo. Las llantas de la carreta de carga se podían girar. El sueño de poder tener entre mis manos aquel tesoro se hacía realidad.
—Sí, sí, te lo cuido. —Ni siquiera lo dudé.
Él, con su cara que estaba dejando de ser de niño, me señaló pensativo.
—¿Lo prometes? —Tocó su pecho—. Vale mucho para mí.
—Lo prometo —confirmé feliz por tener tan importante tarea.
Mi querido hermano se levantó, me revolvió el cabello, sonrió, y después se fue.
El caballito era tan bello que me quedé embobado admirándolo.
Lo que pensaba que era la realidad, una cálida realidad, se disipó de golpe y el dolor sobrevino.
Grité tan fuerte que la boca me ardió debido a la sequedad. Mis labios se partieron con ese alarido. Podía sentir la humedad de la sangre que salía de ellos.
Dos frías manos sostuvieron uno de mis brazos. Traté de saber quién era, pero no podía ver con claridad. Sentía que la cabeza iba a explotarme en cualquier momento.
—¿Dónde… dónde estoy? —pregunté con la respiración cortada.
Traté de moverme, pero fue inútil, el cuerpo no respondía.
Tenía una manta cubriéndome y el rostro de la persona que se encontraba a mi lado poco a poco se iba delineando.
Quería que fueran sus ojos marrones y su largo cabello que se ondulaba cuando se atrevía a dejarlo suelto.
—Ama… lia —murmuré esperanzado. Un segundo más tarde comprobé que cometí un error. No se trataba de ella, sino de Celina Ramírez. Su piel más clara y su cabello tan crespo la delataron—. ¿Dónde estoy? —quise saber porque no reconocía el lugar.
Pude ver que estaba en una amplia habitación que tenía un ventanal grande frente a la cama.
Poco a poco mi vista se clareó.
Celina se mantenía sentada en una silla a un lado de mí.
—En mi casa —dijo en voz baja.
Solo logró confundirme más.
—¿Qué hago aquí? —Necesitaba respuestas urgentes.
—¿No… te acuerdas de lo que pasó?
Hice un esfuerzo por recordar. Lo que me daba vueltas en la mente era lo del caballito de madera y nada más.
El malestar de la cabeza era insoportable.
—¿Podrías darme agua? —le pedí porque no podía ni siquiera sentarme sobre la cama.
Ella accedió y enseguida me ayudó a que tomara todo el vaso. Era solo agua, pero en ese momento fue como una dosis de vitalidad que acomodó mis pensamientos.
¡Ya podía recordar! No por completo, pero las imágenes volvían.
—Me dispararon. —Confirmé que fue entre el cuello y el hombro porque estaba inmovilizado. La repulsión vino a mí como una letal llamarada—. El tal Chito fue quien lo hizo.
—Los curanderos que te vieron dijeron que te salvaste de milagro, pero confiaban en que te recuperarías. —Una media sonrisa se dibujó en sus labios—. No se equivocaron.
—¿Curanderos? —me sentí confuso—. ¿Cuánto tiempo he estado aquí?
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Editado: 14.09.2024