Casi todo el pueblo caminó a nuestro lado para ir a dejar a Rogelio a su última morada. Al son de la música cantamos, lloramos y nos abrazamos. No pude cargar el ataúd ni dedicarle una canción, eso me caló hondo. Ni siquiera fui capaz de despedirlo como hubiera querido. Antes de que la tierra terminara de cubrirlo, le prometí honrarlo el resto de mi vida.
Los primeros siete días del novenario transcurrieron sin altercados. Los Carrillo estaban sufriendo su propio duelo, incluso los horarios de los rezos se acomodaron, sin buscarlo, para que la gente pudiera asistir a los dos. Además, en el pueblo existía un “respeto” en esos días en los que se despedía a un difunto. Aun así nos mantuvimos alertas porque, si bien Chito se encontraba preso, el alcalde podía hacer una mala jugada.
A pesar de que a Gerónimo le caía la obligación, por ser el siguiente hermano, de cuidar de los descendientes de Rogelio, era yo quien seguía soltero y quien se ofreció a tomar esa responsabilidad tan importante. Mis sobrinos no tenían por qué carecer, y con el corazón en la mano le prometí a Pía que velaría por su bienestar, por el de sus hijos nacidos y por el que venía en camino. Estaba convencido de que Rogelio estaría de acuerdo con mi decisión.
Entre todos aceptamos que era necesario irnos del pueblo. Pese a que dos de mis hermanos: Sebastián y Anastasio, se negaron al principio, al final comprendieron que, de no hacerlo, terminarían muertos tarde o temprano. Mi padre esta vez ni siquiera habló, sabía que ya era una situación insostenible. De hecho, él no habló casi nada, solo nos veía, asentía cuando era necesario, y se mantuvo a lado de mi madre todo el tiempo.
El café de olla con canela y piloncillo servía para sobrellevar aquellas melancólicas noches entre los olores de las flores y el calor de la concurrencia. Una de esas, al terminar el novenario, Filemón se me acercó mientras las personas se retiraban a sus casas. Quedaban pocos presentes, así que tuvimos un espacio sin mirones en el recibidor de la casa.
—¿Cómo vas? —preguntó y su mirada fue directo a mi clavícula.
—Mejora lento. —Volteé a ver la herida que sanaba tan despacio que me desesperaba—. ¿Y tú? Te vi muy contentito con Chavelita.
Isabel era una Bautista por sangre, todos lo sabían, pero no llevaba el apellido ni tenía relación con el padre, por eso su presencia en la casa que fue de mi hermano no fue mal vista.
—Cuando supo que me hirieron. —Mostró el brazo que tenía una gran costra oscura con un halo rojizo—, fue a cuidarme, de ahí no quiere despegarse de mí.
Logré sonreír un poco. Por ratos olvidaba la funesta realidad.
—Pues yo creo que lo lograste. Ahora sí se ve enamorada.
—Eso espero. —Sonrió también. Después me miró conmovido—. ¿Sabes? Rogelio fue un chingón hasta el final.
La pregunta que me negaba a hacerle, salió sin mi permiso:
—¿Cómo pasó?
Filemón solo bajó la cara y empezó a narrarme aquel suceso que no vi completo, pero que jamás podré olvidar:
—Los aliados de Chito entraron después de que caíste. Pensé que te habías muerto. —Aclaró la garganta. En su expresión se veía el horror de volver a ese momento—. Rogelio ni lo dudó y le disparó a Chito, estaba furioso, pero él lo esquivó. Luego les tiró a sus dos criados, a uno le dio en la mera cara, al otro solo lo hirió en la pierna. Aprovechando que tu hermano estaba concentrado en ellos, Chito le disparó a matar. Traté de levantar tu arma porque yo no salgo con una, pero no pude alcanzarla y me rozó una bala. —Sus ojos brillaron y alzó el rostro—. Perdón por no haber hecho más. —Con esas palabras trasmitía su gran frustración—. El desgraciado de Chito quería acusarlos de matar a Ciro, pero me le puse al brinco al mentiroso.
Un calor desagradable recorrió mi cuerpo. La imagen de Rogelio cayendo al suelo con los ojos abiertos se dibujó sin querer. Sufrí al pensar que su último aliento lo dio así, a manos de un ser despreciable al que no le había hecho ningún mal.
—Lo que no entiendo es ¿por qué Chito le disparó a Ciro? Se supone que él lo protegía.
Filemón se meció un poco. Se notaba que tenía dudas sobre contarme lo que sabía.
—La gente habla —murmuró después de ver a los lados por si había mirones—, aunque no sé si sea verdad.
Di un paso hacia él y lo sujeté del hombro.
—¿Qué dicen?
—Es que no me consta…
Lo apreté un poco. Convencerlo era una tarea que requería un mínimo esfuerzo.
—Aunque sean rumores, me interesa saber. Sé que te queman las ganas de decirme, no te aguantes.
Por su gesto supe que logré mi cometido.
Filemón suspiró y se inclinó hacia mí para contarme:
—Escuché que los Carrillo le ofrecieron a Chito una muy buena cantidad de dinero si se encargaba de… terminar con todos ustedes. —Bajó más la voz—. Pero el alcalde tiene otros intereses, y cuentan que le hizo una oferta mejor a cambio de acabar con las dos familias. Así él quedaría libre de problemas y se adueñaría del negocio que mantiene con los Carrillo; ellos ya eran una molestia. El alcalde sabía que Chito tenía un pie fuera de la alcaldía porque su abuso de poder fue demasiado lejos, por eso pensaba recomendarlo para otro puesto en quien sabe que pueblo.
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Editado: 14.09.2024