Gerónimo no tardó ni una semana en mudarse. Decidió rentar una acogedora casita a cinco cuadras del negocio. Más pequeña que la que tenía en el pueblo, pero suficiente para su familia. Despedirnos de ellos fue menos difícil de lo que pensé porque se irían para estar mejor. Seguiríamos frecuentándonos porque él quería que le ayudara con los proveedores; un buen pretexto para ir por esos rumbos en los que tenía a Miranda más cerca.
Dos días antes de emprender el viaje para la boda de Ermilio, Paulino salió solo desde la mañana y ya pasaban de las ocho de la noche. Mi madre se inquietó porque supuso que, por lo enredada de la ciudad, él muy despistado se perdió.
—Está medio menso, pero no tanto —dijo Jacobo en la sala, como si nada grave pasara.
En cambio a mí me llegaron varias ideas que iban de mal en peor, como la de que don Cipriano logró encontrarnos y nos cazaría uno a uno o que lo atropellaron. Opté por no decir ninguno de esos pensamientos.
—¡Vayan a buscarlo o voy a ir yo! —se desesperó mamá cuando dieron ocho y media.
—¡Ya, ya! —la calmó Anastasio—. Acompáñame —me pidió—, porque tanto edificio me marea.
Fui rápido por un abrigo. El frío que hacía era el peor que había sentido. Dolía hasta cerrar una mano, y ni loco me bañaba después de las cinco de la tarde. Mi familia de vez en cuando maldecía el haber escogido la capital del país para mudarnos.
—Ahí está tu retoño —escuché que dijo Jacobo.
Solté un soplido de alivio porque mi hermano pequeño me importaba más de lo que él suponía. Los alcancé enseguida para confirmar que se encontraba bien físicamente.
—¡¿Dónde chingados andabas?! —Mamá no se esperó a que Paulino saludara siquiera, cuando ya lo tenía acorralado entre un sillón y ella.
—Pensamos que te perdiste —añadió Anastasio con más calma.
Paulino sonrió nervioso y nos miró a los cuatro. Faltaba mi padre, él se encerró en un cuarto a hacer quien sabe qué. Mis cuñadas se encontraban en el patio junto con sus hijos, menos Pía, ella dormía como de costumbre.
—Sí me perdí —reconoció y bajó la cara.
Jacobo se mantenía recargado en la pared con los brazos cruzados, y cuando lo escuchó, resopló.
—Pues sí era menso completo —sonó burlón.
—Pero estuvo bien —dijo Paulino—. Conocí más la ciudad. —Sus ojos brillaron por la emoción con la que lo contaba—. Pasé por el angelote ese. —Alzó alto un brazo—. Hasta fui a una función.
—¿Cómo que a una función? —lo cuestionó mamá un poco harta.
—En mi recorrido encontré un circo. Se llama Atayde[1]. Como me sentía cansado, entré a ver que hacían ahí.
—¿Y pasaste todo el día en el circo?
—No. Casi todo el día —aclaró. Hizo una pausa, sonrió como si recordara, y continuó—: Uno de los encargados me vio cuando me colé detrás de la cortina. Le dije que era profesional y que buscaba trabajo. —Rio complacido con su embuste—. Fueron ellos los que me ayudaron a regresar a la casa. Lo bueno es que me sé la dirección.
—¿Profesional? —Mamá seguía sin comprender—. ¿Profesional en qué?
—En decir pendejadas, será —intervino Jacobo.
Todos volteamos a ver a Paulino porque lo único que tenía de profesional era de ser un holgazán.
Para nuestra sorpresa, él asintió.
—Sí, en eso —dijo feliz.
Me quedé con la boca medio abierta y Anastasio también. Jacobo solo abrió más los ojos.
Ahí empecé a prestar más atención a lo que relataba porque no solo se perdió, sino que fue a meterse a un circo, se coló tras bambalinas, y también mintió.
—¿Cómo? —Mi madre dibujó una mueca de hartazgo—. ¡Ya dinos bien, caray! Me tienes adivinando.
Una vez más lo contemplamos.
Paulino tomó valor, lo supe porque se sostuvo del respaldo del sillón e inhaló profundo.
—Dije que era un payaso profesional.
Ahora que lo recuerdo, lo que pasó suena gracioso, pero en ese momento nos dejó callados.
Fue mi madre la única que pudo hablarle:
—Pero, hijo, cuando te decía así, no era en serio —sonó mortificada e incluso se le acercó más.
Pude ver que mi hermano estaba controlado y serio; algo inusual en él.
—Me gusta, mamá. Voy a estar en una función mañana como prueba. —Comenzó a hablar con voz más alta—: Se van a ir a las Europas en unos días, y quiero ir. —Arrugó la frente—, quiero conocer por allá. Jamás me había sentido tan cómodo en un lugar. Tal vez el perderme sirvió para encontrarme —murmuró al final.
Mi madre manoteó, molesta.
—¡Eso sí que no! Ni conoces a esa gente. ¿Y si son robachicos?
Jacobo se acercó más a ellos para intervenir de manera más formal.
—Pero si tu hijito ya no es niño. Déjalo. Si es lo que quiere, que lo haga. De todos modos, la cara ya la tiene. —Lo apuntó con un movimiento de cara y se veía divertido, pero convencido de cada palabra—. Chance y sí sirve para algo.
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Editado: 14.09.2024