Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Sin un amor

No recuerdo si los fuertes escalofríos fueron los que me llevaron a hundirme en la cama, o fue el tormento que me quitaba las ganas de levantarme. Solo sé que al segundo día ya tenía en la habitación a mi madre, a Justina, Silvia y Pía. Las cuatro comentaban entre sí en voz baja… Era capaz de reconocer los colores llamativos de las telas de sus ropas. El lugar se convirtió en una fiesta de faldas largas que iban y venían.

El malestar de cabeza era tan abrumador que impedía que pensara bien.

Entre sueños escuché, como si me encontrara dentro de un túnel, la inconfundible voz de Silvia:

—¿Sigue la fiebre?

—Sí —alguien le respondió—, pero baja por ratos.

Mi madre fue la otra persona que habló, quejándose:

—¿Y si buscamos otro médico? El viejito ese que vino no me convence.

—Tranquila, suegra, mejorará… —reconocí que intervino Pía.

Los murmullos siguieron, pero dejé de prestarles atención porque mis ojos se cerraron y entré en una ensoñación profunda, cálida, y deseé no salir de ella jamás porque era agradable. Allí no tenía que ser fuerte, allí no existía la pena del desamor, del duelo, de las despedidas que no quise dar.

Desconocía cuánto tiempo pasé así, aunque lo sospeché cuando vi las caras de mis cuñadas y mi madre en un ligero despertar. Sus semblantes preocupados me indicaron que no se trataba de solo cansancio.

Traté de ponerme de pie, pero no pude ni siquiera mantenerme sobre la cama. Sentí el paño sobre la frente y, al querer levantar el brazo, se movió de lugar, por eso la persona que me vigilaba, reaccionó.

—¿Sabes quién soy? —me preguntó Justina cuando al fin logré abrir bien los ojos. Se encontraba sentada en un sillón a mi lado y noté que dormitaba.

Ella era la cuñada con la que menos interactuaba. No porque no quisiera, sino porque su temperamento un poco, digamos hosco, no se acoplaba bien conmigo. Aun así, con la convivencia que tuvimos gracias a las circunstancias, pude ver que en realidad era una mujer amorosa, pero no lo dejaba ver tanto como lo hacía Silvia con todo ese dulzor que mantenía a la vista.

Contra todo pronóstico, Justina era quien consentía a Pía, le preparaba sus antojos y la ayudaba a bañar a sus hijos. Una vez hasta la encontré haciéndole una trenza con listones rosados.

—Eres mi cuñada —respondí despacio. Me dolía respirar y la garganta que dolía no era de gran ayuda.

También tenía la vista afectada e iba mejorando lento, pero podía reconocer a las personas por sus siluetas y su voz.

—¿Cuál de todas?

—Silvia —le dije, fingiendo seriedad—. Tienes la misma altura. —Sonreí.

Logré ver que ella acompañó mi sonrisa.

—¡Ah! Ya eres chistosito también tú.

—Eres Justina.

Ella mantuvo la sonrisa.

—¿Qué tal el descanso? Te la aventaste larga, ¡eh!

A pesar de la presión en el pecho, reí un poco.

—Siento como si me hubiera pasado el tren encima. —De pronto, comencé a toser.

Justina se levantó para pasarme un caso, por si expulsaba flemas.

Me empeñé en calmar la desagradable crisis, hasta que lo logré. Toser hacía que mi cuerpo se debilitara más.

—Estuviste delicado —reconoció—. El médico dijo que un día más así y tendríamos que llevarte a la casota esa que se llama hospital.

Cerca de la puerta cruzó alguien, y cuando entró al oír que hablamos, supe que era Silvia por su silueta.

—¡Oh! —soltó emocionada y levantó ambos brazos hacia arriba—. Revivió Esteban. —Se acercó a los pies de la cama—. Sí que nos metiste tremendo susto.

—Ve por un plato de caldo —le indicó Justina—. El cuñado está en los huesos.

En ese momento me di cuenta de que mi torso se encontraba desnudo.

Jalé la sábana para cubrirme porque tenía frente a mí a dos señoras casadas.

—No te apures. —comentó Justina, desinteresada—. Ya todas te vimos.

Si hubiera podido verme, confirmaría que me sonrojé.

Silvia regresó unos minutos más tarde con un plato de caldo de pollo al que le salía vapor.

Alegre se sentó a mi lado y empezó a darme de comer con la cuchara.

—Tachito está con la bebé —comentó—. Deberías verlo cambiarle el pañal. Por poco llora cuando vio que le dejó un regalote.

Imaginé a mi hermano haciendo arcadas frente a Florecita, como le pusieron a su bebé.

—Puedo comer solo —le dije a Silvia, aun cuando era incapaz de mantener la mano levantada.

—Tú déjate consentir. —Era mi madre quien entró a la habitación.

Con la vista mejorando, reconocí que llevaba aferrado entre los dedos un rosario de madera color café.

Pía entró detrás de mi madre.

—¿Qué fecha es? —le pregunté a Silvia porque la tenía más cerca.




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