Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Flor de azalea - Parte 1

Un año después.

 

Jacobo fue el primero en vender su casa. Él dio el primer paso, luego le siguió Gerónimo y al final nuestros padres; para ellos fue más difícil que para los demás, pero no existía vuelta atrás. Regresar significaría aceptar el riesgo. Además, estaba también la censura de la gente, el desprecio de quienes una vez te llamaron “amigo”.

Todos los animales fueron vendidos, menos los caballos que queríamos. A los seis meses mandé traer a Genovevo, a la yegua y a su cría. El terreno de la siembra de aguacate era adecuado para albergarlos y les construí una sencilla caballeriza con el permiso de Ermilio. Volver a ver a mi caballo y montarlo fue un momento inolvidable. En Genovevo había experimentado tanto, como las carreras con mis hermanos, a quienes cada vez veía menos, o las caminatas con Rogelio en los que me “sermoneaba”.

Sebastián escribía algunas veces, pero en ese tiempo no visitó a ninguno.

Con el dinero que obtuvieron, mis padres compraron un terreno a cinco calles de donde se encontraba mi casa. Se mudaron siete meses después y se llevaron con ellos a Anastasio porque el todavía conservaba su propiedad en el pueblo.

Por suerte no me quedé solo. Mi nueva familia, un tanto extraña para cualquiera, brindaba alegría y reconfortaba.

Pía ocupaba el piso de abajo y yo acondicioné el de arriba para no tener que molestarla. Sus hijos, que pasaron a ser también míos, me respetaban porque Rogelio les enseñó bien el tiempo que los educó.

La idea de contraer matrimonio se convirtió en un deseo en el que evitaba pensar. Sería muy difícil encontrar a una mujer que fuera capaz de aceptar el estilo de vida que tenía. Por eso dejé por completo de lado el romance.

Catalina cumplía su primer año de vida. Adoraba a esa niñita complicada. Con ella aprendí que ser padre era más difícil de lo que se veía por fuera. La bebé era enérgica, ya se le notaba a pesar de ser tan pequeñita. Como su padre, tenía que poner mano dura si no quería que ese temperamento la llevara a tomar malas decisiones.

Mi madre insistió en festejarle su primer año. En su nueva casa tenían un terreno trasero mucho más grande porque papá quiso continuar con la jardinería; era lo único a lo que le prestaba atención. Incluso puso un pequeño sembradío de algunas verduras.

Pía aceptó que se hiciera la fiesta allí.

Ya podíamos celebrar. El luto terminó, al menos como lo marcaban las costumbres, pero el luto que corroe las entrañas con sus filosas garras, persistía. Pienso que es algo que jamás se va, solo da tregua a ratos.

Ese día tenía que supervisar el empaquetado del aguacate junto con Anastasio, así que les avisé a Pía y a mi madre que llegaríamos directo a la fiesta.

Apenas y pude cambiarme la ropa en la oficina para estar a tiempo. Ellas no me perdonarían que demorara demasiado.

La casa que mis padres construyeron era de un solo piso, pero de buen tamaño. Copiaron el estilo sencillo del pueblo, pero decidieron poner una chimenea que sobresalía en el techo porque el intenso frío que hacía en la ciudad los atormentaba. En la fachada mi padre dejó crecer una enredadera que empezó a cubrir el amplio ventanal.

Por fuera se escuchaban los gritos de los niños jugando y las risas de los invitados. Después de todo, los citadinos ya no eran tan desagradables para mamá. Hasta se hizo de una buena amiga: doña Anita. Con ella pasaba sus tardes de café entre chismes y anécdotas. Sobrellevaba sus pérdidas a su manera.

—¡Vaya! Pensamos que no iban a venir —nos recriminó Silvia, un poco irritada cuando nos alcanzó en el recibidor. Entre sus brazos cargaba a Florecita y su vientre abultado ya le molestaba.

—Lo siento, mi vida —se apresuró a decir Anastasio—. El camión se tardó más de la cuenta.

—Vete a cambiar esa ropa. —Se acercó a su esposo y lo olfateó—. Hueles mal. —Después se fue hacia a mí, más controlada—. Cuñado, mi suegra me dijo que cuando llegaras fueras a verla a la cocina.

—Voy para allá.

Anastasio se fue a su habitación y yo hacia donde fui solicitado.

Encontré un caos en ese sagrado lugar. El irritante olor de la salsa de guajillo me abrió el apetito.

Las muchachas que contrataron para ayudar llevaban platos de comida y bebidas. Mi madre se encontraba sirviendo los frijoles. Cuando me vio, cedió la cuchara a una de las empleadas.

—¡Pero mira nada más! —Fue hacia mí, limpiándose las manos en su mandil—. La niña te está buscando desde hace rato.

Su reclamo hizo que sonriera.

—Ya te dije que es porque la única palabra que se le entiende es “papá”.

Ella me acomodó el cuello de la camisa.

—Y te lo ganaste a pulso, hijo.

Me dispuse a dar media vuelta.

—Iré al patio. —Traté de hacerlo, pero mamá me lo impidió.

—No. Espérate. —Hizo que regresara a verla—. Antes debo decirte una cosita.

Su expresión sonriente logró que entrecerrara los ojos.

—¿Qué? —le pregunté con pocos ánimos de saber lo que se traía entre manos.




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