Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

EPÍLOGO - No volveré - Parte 2

Con paciencia distraje a Celina lo más que se podía en mis tiempos libres. Hasta la hice ir al conocido cine Estadio. En la marquesina tenían la película “¿Qué te ha dado esa mujer?”, y a esa entramos.

Como muchas damas de la sala, mi romántica esposa salió encantada con los afamados protagonistas, pero yo salí pensativo por la historia. Trataba sobre dos hombres cuya amistad se veía afectada por supuestos triángulos amorosos y malas interpretaciones entre ambos, sin embargo, el valor de esa amistad venció todas las dificultades.

Al final, se trataba de mera ficción. En la vida real la lealtad es un principio difícil de encontrar en los que se dicen “amigos”.

Poco a poco, ella regresó a prestarle atención a sus intereses. No con la misma intensidad, pero estaba convencido de que con el paso del tiempo volvería a ser la misma.

Para que nos dejara en paz, le advertí a mi madre que parara de cuestionarnos sobre la descendencia, por lo menos por un rato. Aceptó, aunque yo sabía que ella no se podría resistir tanto como supuso.

 

El cumpleaños de Silvia era en noviembre y fuimos invitados a su festejo que se llevaría a cabo en la casa que compartían con mis padres.

Solo fue convocada parte de su familia y la nuestra, nada pretencioso, pero sí entretenido.

Comimos, convivimos y bebimos hasta el anochecer. Fue tanto el tiempo que el hambre regresó.

Silvia estaba más que preparada para dar también cena y Anastasio prendió el asador que hicieron en un rincón del patio. El humo empezó a cubrir gran parte del lugar.

—Creo… creo que la cecina tiene mal olor —me dijo Celina en voz baja cuando Silvia le dejó un plato de comida.

Silvia la escuchó y se apresuró a tomar la bolsa con la carne.

—Pero si es fresca. A ver. —Olisqueó un pedazo—. Huele bien.

—Perdona, no. —Hizo una arcada—, no la voy a comer. Lo siento insoportable.

Celina tenía a Justina enfrente y ella se atrevió a inspeccionarla.

—¿Te han dolido los pechos en estos días? —la cuestionó sin tapujos, frente a todos.

El silencio imperó en la mesa porque toda la atención se concentró en mi esposa.

—¿Qué preguntas son esas? —Celina evadió, avergonzada.

Allí tuve un recuerdo.

—Ayer te vi sobándote. —En el aire simulé cómo se masajeaba los pechos.

Ninguno de mis hermanos habló.

Mi madre y la madre de Silvia empezaron a cuchichear.

—¿Y te ha dado mucho sueño? —le preguntó Pía de manera más personal.

—Muchísimo —confirmó, pensativa.

Sí, si le daba sueño, más de lo acostumbrado, pero yo pensaba que se trataba de cansancio por tanto trabajo. Le llegó un pedido de doce vestidos de gala que apenas y le dio tiempo de terminar.

Mis cuñadas comenzaron a comentar entre ellas.

—¿Qué? —Celina se apresuró a preguntarles entre apenada y preocupada—. ¿Por qué se ríen?

Fue Silvia quien le respondió con una amplia sonrisa:

—Celi, debes estar en cinta.

—¡Lo sabía! —Justina se levantó de su asiento como si fuera una ganadora—. Si desde que la vi me di cuenta de que tiene la cara demacrada.

Mi esposa se tocó el rostro, boquiabierta porque ponía especial atención a su apariencia.

Mi madre intervino, aunque no tan insistente como en otras ocasiones:

—Cuando puedan, vayan con la partera para que la revise.

—Iremos a primera hora —aseguré y le sujeté la mano a mi mujer.

—Pero con la partera, ¿eh? —añadió mi madre, dirigiéndose a Celina—. Nadie mejor que ella para decirte si sí estás esperando. —Hizo una seña de desaprobación—. Al medicucho que tu marido adora lo pueden ir a visitar después.

—Asumo que mañana vas a llegar tarde —me preguntó Anastasio. Su rigidez a la hora de cumplir con el trabajo en ocasiones lograba exasperarme.

—¿Me cubres? —le pedí e hice un gesto infantil.

Con eso conseguí que se le relajara el semblante.

—Está bien. Pero se te juntan los favores.

De pronto, se sintió una especie de calma que nos cubrió a todos.

Miré a Celina. No quería parecer ilusionado por la posibilidad, así que fingí control de mí mismo, aunque por dentro deseé poder sonreír porque podía ser una realidad.

 

Tal como lo avisé, nos dirigimos con la partera a las ocho de la mañana. Fuimos los segundos en llegar a su casa. Era una cabaña austera y alejada de sus vecinos. Afuera tenía un corral de chivos que no paraban de balar. El cielo nublado alejó el molesto calor, cosa que agradecí.

Esperamos pacientes en una banquita que la partera tenía en el pasillo. En el patio había seis niños de distintas edades corriendo y jugueteando entre el lodo que se hacía con la llovizna.




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