Mi rutina era la misma de domingo a viernes: levantarme a las cinco de la mañana para preparar los desayunos de mis hijos, estar lista a las seis para poder abordar el camión que me llevaba a la fábrica donde trabajaba. Mi hora de salida era a las cinco de la tarde. Seguía con las tareas de la casa hasta llegada la noche. Quedaba poco tiempo para dedicármelo, así que no recordaba cuándo fue la última vez que me prioricé. ¡Yo!, que en el pasado me preocupaba tanto por que mi cutis estuviera lozano y mi cuerpo esbelto, había abandonado las ganas de sentirme bien.
Ese día no podía concentrarme en el corte del pantalón que tenía entre las manos.
—¿Qué te traes hoy? —me preguntó Juana, cuando se dio cuenta de mi lentitud y mal tino.
—¿Estás enferma? —la secundó María.
Ellas dos eran las compañeras que se sentaban a mi lado y con las que hice una amistad después de ocho años de trabajar ahí.
—Tuve un mal día ayer —les dije sin dar más detalles. Continué con el corte, tratando de hacerlo lo mejor posible.
—Ten. —Juana me acercó sigilosa un bule pequeño que siempre llevaba colgado de la cintura—. Tómale.
Todas sabíamos lo que contenía, pero jamás la delatamos porque, cuando lo necesitábamos, ella nos regalaba un buen trago. El penetrante olor de los químicos de las telas, en ciertas ocasiones, nos causaban dolores de cabeza.
—Don Francisco nos va a correr si nos cacha —le susurré, con la boquilla suspendida cerca de mi boca.
—Ni cuenta se da el viejito ese. —María rio despreocupada.
Accedí porque sí que me serviría. Era tequila, y no cualquier tequila, sino uno de reserva exclusiva. Juana lo conseguía fácil porque tenía sus queveres con un vendedor de la marca. Por eso siempre cargaba lleno el bule. Cabe aclarar que ella estaba casada, pero su marido le era infiel hasta con la tendera. Pienso que ese era el motivo por el cual no le daba remordimiento hacerle lo mismo.
—Te hubieras traído también el limón —le dije, más relajada.
—Ahora sí, cuéntanos, ¿qué te amarga el día? —continuó Juana.
Yo tenía claro que ella no iba a quitar el dedo del renglón. Le gustaba que le contáramos nuestras penas y siempre tenía algún consejo, varios de ellos fantasiosos, pero el sabernos escuchadas creo que aminoraba el pesar.
Acomodé las mangas del overol azul que debíamos usar siempre y fingí que cortaba la tela.
Mis dos compañeras sí se empeñaron en continuar con sus trabajos.
—¡Ay, pues qué les cuento! —respondí, sonando mortificada—. Resulta que una de mis hijas me dijo que ya tiene novio.
—¿Esmeralda? —preguntó María.
«¡Ojalá fuera Esmeralda!», pensé para mí. Que ella encontrara pareja seria me quitaría una preocupación porque solo esperaba que llegara con la noticia de que estaba embarazada.
—No. Constanza.
—¿La que está en la capital? —siguió María.
Le confirmé moviendo la cabeza.
—Y ¿por qué te acongojas? —intervino Juana—. ¿Tan mal partido se agarró?
La verdad es que no sabía qué tan buen o mal partido era Alfonso Quiroga. Lo más probable es que era de los buenos.
—No es eso. Es que… —medité bien las palabras que iba a decir para no quedar expuesta a más interrogatorios—, su familia no es de mi agrado, ni yo del suyo.
—¿Y eso? —quiso saber María. ¿Tienen mala reputación?
—Tienen dinero. —Di una excusa rápida para no entrar en bailes incómodos.
—Qué fijada saliste, Amalia. —Juana soltó un bufido—. Mira que estar preocupada porque una de tus hijas tenga novio con dinero. Deberías estar contenta.
María movió la cabeza de lado a lado y la media sonrisa que tenía se le borró.
—Yo sí te entiendo. Una de mis tías se casó con un extranjero con dinero. Al principio todo bonito. Ella fue una mujer bellísima. El gringo quedó enamorado. Pero a los dos años empezaron los reclamos. Mi tía tuvo una vida muy triste por no ser de cuna de oro.
Nos quedamos calladas por uno o dos minutos cuando, de pronto, a Juana pareció llegarle una idea.
—A lo mejor te sirve que le presentes a otro muchacho. Tengo un sobrino muy guapo y trabajador, por si te interesa. Anda soltero todavía.
—¿Quién? —la interrogó María—. No me digas que el Felipe.
—Sí, ese mero.
—No sabía que ya andaba soltero. Juanita tiene razón. Su sobrino es guapo y trabaja en una secundaria como administrativo.
Medité la propuesta de mi compañera. Sé que no lo decía tan en serio, pero esa podría ser una opción para hacer que Constanza pusiera sus ojos en otro muchacho.
Nuestra entretenida conversación terminó cuando don Francisco pasó por detrás para supervisar los avances. En esa ocasión, como en muchas anteriores, no desaprovechó la oportunidad para susurrarme lo bien que estaba trabajando.
Tuve paciencia y esperé dos días para llamar a Erlinda. Debía aguardar si quería evitar que la pusiera de malas con mi insistencia.