Cuestión de Perspectiva, Ella (libro 2)

Solamente una vez

El día miércoles salí de trabajar, fui a casa a comer y luego me dirigí a abordar el autobús que me llevaría a un rumbo desconocido. La colonia se ubicaba a la orilla sur de la ciudad, en una zona que apenas y comenzaba a poblarse. Las viviendas se separaban por grandes extensiones de terreno. Los puercos, vacas y pollos eran tantos que obstruían el paso del vehículo y retrasaban la parada.

—Pero que lugar tan… —balbuceé sin pensar gracias a los tumbos que daban las llantas en el suelo irregular. La señora que iba a mi lado se quedó expectante, a la espera de lo que iba a decir—… especial. —Fingí una sonrisa.

Tenía la urgencia de terminar con ese suplicio. Me sofocaba el montón de gente que iba hasta parada en el pasillo, aferrada al tuvo superior.

El camión tardó otros veinte minutos, hasta que por fin reconocí la referencia que mi hijo me dio tiempo atrás.

Allí solo había un jacal[1] de adobe con una puerta de madera vieja. ¡Esa no podía ser su casa! Lo dudé un rato e incluso sentí la urgencia de desistir, pero ya había hecho el recorrido, debía hacer que valiera la pena.

Desconocía el porqué entró en mí una sensación de abatimiento.

Me acerqué sigilosa al jacal. Afuera se encontraban pedazos de láminas y trastos viejos llenos de polvo.

El cacareo de las gallinas era predominante.

Toqué la puerta que ni siquiera estaba bien sujeta, pero nadie atendió. Volví a tocar y ¡dio el mismo resultado!

«De seguro me equivoqué», pensé enseguida. Después de un minuto me atreví a mover un poco la madera, esta cedió demasiado y lo primero que vi fue un sombrero que se hallaba colgado en un viejo perchero. Imposible confundirlo. ¡Sí, sí se trataba del lugar correcto!

Entré con más confianza. El suelo de tierra tenía repartidas botellas, bolsas de plástico y platos sucios que parecía que llevaban días ahí. En el catre reconocí a Nicolás. Ni siquiera se quitó el cinturón. Debajo de su puño se encontraba un Tonayán[2] vacío. Me asqueé de solo pensar que él pasó de beber los mejores licores a terminar conformándose con uno… de dudosa calidad.

Me incliné y lo moví lo más fuerte que pude.

—¡¿Qué, qué, qué?! —se quejó al abrir los ojos de manera abrupta.

Por poco y me toca uno de sus manotazos. Tuve suerte de esquivarlo al ponerme derecha.

Cuando me reconoció, se puso pálido.

—¡Mujer, casi me matas de un susto! —Tocó su pecho y la respiración se le aceleró.

Su aliento llegó a mí y me di cuenta de que también apestaba a tabaco.

—Son las siete de la tarde. —Lo observé incrédula—. Ve a limpiarte. —Levanté una mano cuando vi que no se movía—. ¿Qué esperas? ¡Ya!

—Voy, voy. No tienes que gritar. Toma asiento mientras. —Con torpes pasos fue hacia la parte de atrás donde seguro se encontraba el improvisado baño.

Su mesa era solo para dos personas y la silla que ocupé estaba floja.

—Y dime —le dije mientras escuchaba el goteo del agua con la que se lavaba—, ¿qué has sabido de tus padres?

—Nada —respondió a secas.

En ese instante rebobiné el tiempo. Su madre, doña Teresa, fue una mujer que me acogió en su casa como si fuera una hija más. De ella solo recibí atenciones y los prudentes consejos que me ayudaron cuando las cosas empezaron a fallar.

—Tu madre fue la mejor suegra que una persona puede tener. —Sentí la humedad en los párpados—. La extraño.

Nicolás regresó con una toalla café con la que se secaba el cuello. Se notaba un poco repuesto de la juerga.

—Pídele que te adopte. —Él solía disfrazar su incomodidad con aquellas frases absurdas.

Decidí seguir hurgando en la herida.

—¿Cuándo vas a buscar una reconciliación?

—Nunca —dijo sin atreverse a verme directo—. Los enterré hace doce años. Hasta imagino que visito sus tumbas. —De pronto levantó la cara—. ¿A qué debo el honor de tu visita? —Con eso dio fin a la breve conversación del paradero de sus padres.

De mi bolso saqué un recipiente de plástico con tapa de rosca para que no se tirara.

—Ten. —Se lo entregué.

—¿Qué es? —Removió curioso el recipiente sin abrirlo.

—De seguro un bolillo con clavos. —Troné la boca y entrecerré los ojos—. Comida, ¿qué más va a ser? —Crucé los brazos—. Hice texmole y sobró. De seguro no has comido nada en todo el día.

Nicolás esbozó una enorme sonrisa.

Su mirada de miel se concentró en el contenido con tal fascinación que, por una fracción de segundo, volví a ver a ese joven entusiasta que él fue muchos años atrás; el mismo que estaba dispuesto a ayudar a quien se lo pidiera.

Pienso que existen dos formas en las que una persona puede cambiar: una es cuando experimenta un evento de tal magnitud que lo transforma apenas termina. Considero que es la más traumática. La otra es una paulatina, como una gota que cae lento, pero con el tiempo erosiona la piedra. Esa, a mi parecer, es la que se planta profundo en el alma.




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