Tenía en el calendario marcadas varias fechas que no podía olvidar. Una de ellas era el catorce de julio, el día en que le arrancaron la vida mi tío Evelio. Su único delito fue el ser un Bautista porque en el apellido llevaba la penitencia. Desde el momento en que lo supe, una parte de mí se apagó para siempre. Fue gracias a su protección y constante atención que logré terminar al menos la primaria e hizo que me liberaran de tareas imposibles para una niña. Cuando se fue, la endeble barrera que me protegía se partió en cachitos.
Por desgracia no contaba con una fotografía de él, pero en su segundo aniversario luctuoso, Nicolás me dio un regalo con el que le puse rostro a mi pena.
En el altar de mi casa, puesto sobre un pequeño nicho de cemento a un lado de la cocina, junto a otros retratos, se encontraba mi tío, pintado a mano y decorado con un marco de madera.
¡La fecha llegó! Lo tuve presente desde la madrugada. Aunque traté de evitarlo, recordé a detalle su pálido semblante sin vida, sin el brillo inconfundible de sus ojos, sin su voz que me decía que yo no era su sobrina, sino su hija.
Prendí la veladora, cambié el vaso de agua y volví a acomodar las flores que compré el día anterior. El calor de la llama calentó mi frente, así como el beso que me daba antes de irme de su casa.
Quise hablarle a su retrato, pero no fui capaz. Se cerró mi garganta y las palabras quedaron agolpadas ahí, lacerándome por dentro.
Bajé la cabeza, uní las manos y empecé a rezar.
Rememoré la frialdad con la que mi madre me dio la noticia, como si se tratara de la muerte de un ternero o un polluelo. Cuando lo supe entré en una crisis de la que solo pude salir cuando dos de mis hermanos: Leopoldo y Lisandro, me echaron agua encima. Ambos estaban tan asustados con los gritos de odio de mi padre que nos abrazamos en cuanto reaccioné. Tuve que esconder a todos mis hermanos en el gallinero para que no siguieran viendo aquello.
Todavía faltaba media hora para irme a trabajar, así que lo aproveché para terminar el rosario. Sujeté firme las perlas y puse toda mi fe en cada palabra.
Pasé así unos minutos.
—Sigo creyendo que al artista le quedó igualito —escuché que dijeron detrás de mí.
Supongo que estaba tan ensimismada que no me percaté de que tocaron la puerta. Seguro alguno de mis hijos abrió. Fue mi prima Erlinda quien me encontró hincada frente al altar.
Por la forma en la que lo dijo, sabía que ella también experimentaba la misma sensación de ausencia; quizá peor porque era su padre biológico.
—¡Prima! —chillé cuando me levanté para verla.
Nos dimos un fuerte abrazo, tan apretado que no fue necesario decirnos más sobre la pérdida que, después de tantos años, seguíamos sufriendo.
—Llegamos antes porque le calculé mal —me informó con un gesto pícaro.
—Ni te preocupes, tú puedes llegar a la hora que quieras. —Sujeté sus rosados dedos—. ¿Y tu esposo?
—Está afuera volviéndose loco con el toronjo. Si te descuidas, cortará todas y te va a dejar pelón el árbol.
Mis labios se curvaron en una enternecida sonrisa.
—Se las pondré en una bolsa. —Llevé a mi prima hasta un sillón tejido con forma de huevo que usaba cuando quería relajarme—. ¿Qué tal el viaje?
—Cansado. —Resopló y se dejó caer sobre el sillón. Su cuerpo ancho abarcó una importante parte de la estructura y su falda larga morada se extendió—. Ya te imaginarás. Flore no quiso manejar y nos venimos en el tren. Por poco y escoge venirse a caballo.
—Genio y figura. —Entonces me preocupé porque seguro no habían comido nada—. Pero dile que se venga a desayunar.
Erlinda movió un dedo de lado a lado.
—Sé que debes ir a trabajar. Ni te apures, yo me encargo. Ándale. —Manoteó—, vete. Cuando regreses nos ponemos al día con los chismes. Tengo unos del pueblo buenísimos.
No terminaba de entender por qué Erlinda, quien vivía mucho más lejos de nuestro lugar de origen, sabía más cosas que yo.
Decidí hacerle caso porque tenía el tiempo encima. Tomé dinero, saludé a prisa a su esposo y me fui hacia la fábrica. Don Francisco era un hombre comprensible, pero aborrecía la impuntualidad.
Encontré sobre mi lugar una caja envuelta en un papel de color rojo y un bonito moño del mismo color.
—Por si mañana no te vemos —me dijo Juanita cuando me vio inspeccionándola.
—Regalo adelantado —añadió María—. De parte de las dos.
Abrí la envoltura y descubrí los seis jabones que contenía la caja, todos cubiertos por papel dorado. El exquisito perfume inconfundible confirmó que se trataban de mis favoritos. Ellas sí que me conocían.
—Huelen riquísimo —dije emocionada—. Gracias. ¡Pero nada que mañana no me ven! No se olviden que haré una comidita y están invitadas.
Ambas me abrazaron.
Amaba festejar mi cumpleaños. Me hacía sentir especial. Desde mi niñez era de los pocos eventos en los que mi madre se alegraba por mí. Este año ella no iba a estar, me lo avisó meses antes de irse. Aunque, para ser sincera, tampoco la extrañaría tanto. Mientras estuviera contenta donde sea que anduviera, me conformaba.