—Yo me voy —me avisó Nicolás después de que terminara su platillo de comida—. Esto es un disparate. Mis hijos y tú deberían hacer lo mismo. ¿Quieres que me lleve a alguno? Si nos damos prisa, alcanzamos el camión de las ocho.
—Les preguntaré.
Uno a uno, en voz baja, se los propuse. Ninguno quiso irse con su padre. Ellos, ausentes de la realidad, disfrutaban de la fiesta.
De todos mis hijos, Angélica era la que poseía la cualidad de socializar sin tanto esfuerzo. Su facilidad de palabra y afabilidad atraía amigos como moscas a la miel. En esa singular ocasión no fue la excepción. Ni siquiera las jóvenes Quiroga pudieron resistírsele.
Sin que yo pudiera evitarlo, mi pequeña hija logró entablar conversación con dos señoritas que luego supe que eran las hijas de Jacobo y Gerónimo. Uriel era listo y se le pegaba a su hermana porque tenía la coquetería encendida a tope después de que empezó la pubertad. Nicolás y yo tuvimos que advertirle muchas, pero muchas veces que no se le ocurriera faltarle al respeto a ninguna señorita, o habría graves consecuencias.
«Nada más me falta que a este cabroncito le guste alguna Quiroga», pensé, alertándome enseguida. Incluso sentí cómo el corazón me dio un brinco al imaginarlo.
Onoria y Esmeralda fueron llamadas por Constanza para que bailaran con un par de muchachos que supuse eran amigos de su novio.
Así, terminé sola en la mesa porque Erlinda no se iba a quedar atrás a la hora de sacarle brillo al suelo.
Los bailes en el pueblo eran para nosotras como regalos que disfrutábamos hasta que la banda parara. Amaba bailar, amaba cantar, y reír con mis amigas. Eran esas largas noches las que muchas veces me ayudaron a olvidar lo que me esperaba en casa.
Para mi mala suerte, esta vez no tenía ni pareja ni ganas de moverme. Decidí que la cuba que me sirvieron sería mi fiel compañera.
Después de dos de esos refrescantes vasitos, sentí la necesidad de ir al baño.
Lo primero que hice fue ubicarlo con la vista. Lo encontré rápido porque tenía un abanico pegado en la puerta. Se hallaba en la esquina diagonal. Fuera como fuera, había que recorrer todo el lugar.
«Me lleva la chingada», me quejé al ver al festejado parado a unos dos metros de ahí. ¡De ninguna manera iba a poder sortearlo! Hablaba muy a gusto con otro hombre de camisa azul y pantalones negros que no reconocía porque estaba de espaldas.
Elegí aguantar hasta que se moviera, pero desde niña mi capacidad de controlar el esfínter fue cuestionable. Tal vez por la golpiza con el cinturón de cuero que mi madre me puso a los cinco años una noche en la que mojé el catre. No lo sé. Pero lo que si sabía era que no iba a poder resistirlo por mucho tiempo.
Pasó más de media hora y llegué al máximo esfuerzo.
—¿Qué tanto pueden estar hablando? —me quejé entre dientes y con los brazos aferrados al borde de la mesa.
¡Tenía que ir ya!
Despacio me levanté de la silla, inhalé, acomodé la falda de mi vestido y di un paso al frente. Para no cruzar por en medio, decidí rodear. De reojo lo observaba, deseando que se marchara y dejara el camino libre.
Seguí andando mientras fingía tranquilidad. Creo que en algún punto él me vio, aunque fue demasiado tarde. Noté que se excusó con el hombre con el que conversaba y, antes de que tomara el lado contrario, nos cruzamos.
En ese momento retuve el aire en los pulmones y todo lo vi yendo muy despacio. No lo premedité y giré la cabeza. Por una fracción de segundo sus azules ojos se encontraron con los míos. Aunque no quise detenerme a analizarlo, en ellos reconocí el fastidio.
Apresuré el paso.
Cuando por fin estuve sentada en la taza y el alivio llegó, me convencí de que esa sería la última fiesta de los Ramírez y los Quiroga a la que asistiría.
Al salir, me topé de frente al mismo hombre con el que Esteban charlaba minutos antes.
Él se acercó a mí y extendió la mano.
Acepté su saludo.
Por un instante vacilé. Su abundante barba castaña me confundía.
—Amalia Bautista —dijo mi nombre. En sus labios se alcanzaba a notar una ligera sonrisa—. Años sin verte. ¿No te acuerdas de mí? —Se apuntó—. Soy Anastasio.
¡Claro! Era Anastasio Quiroga. Ese semblante sereno y esas gruesas pestañas rizadas me lo confirmaron. Lo recordaba como un hombre criticado en el pueblo por ser “manejado” por sus suegros y su esposa. A mí me pareció tan dulce desde que lo vi cargando a Silvia para cruzar un charco que la lluvia dejó.
—Sí me acuerdo de ti. Un gusto volver a verte.
—Me di cuenta de que te dejaron solita. A los muchachos de hoy solo les importa la fiesta. ¿Y tu esposo?
A mí llegó el enfado. ¡Ahí iba de nuevo la explicación!
—Nicolás ya no es mi pareja, y se retiró porque tiene unos pendientes en la ciudad donde vivimos. —Encogí los hombros—. Pero estoy mejor sola que mal acompañada.
Primero él reaccionó serio, pero luego su sonrisa se extendió.