Estuvimos listos a las cuatro de la tarde. Les pedí a todos que se pusieran ropa que usarían en una reunión familiar. Esmeralda fue la última en acompañarnos en la sala.
Aproveché la oportunidad para sacar el vestido azul claro bordado que terminé un mes antes.
Tenía frente a mí el momento de informarles a mis hijos lo que ocurría con su hermana.
Uriel y Angélica ocuparon el sillón mediano, Constanza el grande donde me senté yo, y Esmeralda optó por el solitario; ella se veía poco cooperativa. No hacía contacto visual conmigo y se mantuvo con los brazos cruzados.
—¿Ya nos vas a decir quién viene? —intervino Uriel.
Supongo que se dio cuenta de mi vacilación.
Mi hijo solía ser calmado, tan calmado que de pequeño nunca se peleó con ningún niño, prefería ceder los juegos o juguetes antes que comenzar un enfrentamiento. Por eso me sorprendió que fuera él el primero en preguntarme así de directo.
Antes observé a Coni. Era una maraña de nervios y jugueteaba con sus arracadas. Su vestido de corte cruzado color rosa resaltaba su esbeltez y piernas delgadas. Sin duda, Alfonso quería llevarse a una de mis bellas flores.
Suspiré.
—El novio de Constanza viene a pedirla —se apresuró a decir Esmeralda, con un gesto de desagrado.
—¿Qué? —dijo Uriel como si fuera un quejido.
En las caras de mis dos hijos menores noté la confusión. Ellos estaban tan alejados de lo que pasaba que no lo advirtieron a tiempo.
—Para la próxima déjamelo a mí —reprendí a Esmeralda por atreverse a saltarme. Luego miré hacia donde estaba Coni—. Lo que su hermana mayor dice es verdad. —Volví a tomar aire—. Alfonso Quiroga vendrá a la casa en una hora con la intención de pedir la mano de Constanza.
—¡Pero si tiene muy poco que empezaron de novios! —Uriel no lograba asimilarlo—. Coni apenas y sabe hacer dos o tres comidas y lava muy mal la ropa. ¡No!, ella todavía no se puede casar.
Sentí ternura al ver la protección de un hermano, esa intensidad con la que se expresaba, la forma en como movía las manos, como si pudiera detener lo que pasaba. Tuve que hacer un esfuerzo para no sonreír.
—Lo sé, hijo. Me voy a encargar de esto.
—¿Y qué le vas a decir? —quiso saber Angélica.
—Que lo vamos a considerar.
Mi hija menor se quedó pensativa.
—Yo creo que, si eso es lo que ella quiere, deberías considerarlo. —Mi dulce niña siendo una mediadora y apoyando a su hermana.
Constanza se levantó veloz y se quedó en medio de la sala. Masajeó su frente y después intervino:
—Dejen de platicar como si no estuviera aquí.
Noté que ponía mucho de sí para mantenerse controlada.
—No tengo nada que considerar —fui firme en mi decisión—. Te casarás, ¡sí!, pero no a tu edad. —Uno a uno los observé—. Se los aviso para que no les sorprenda lo que voy a responderle al jovencito.
Creo que a Coni no le gustó ni un poco lo que le dije y usó la única arma que le quedaba.
—Todavía no sabes lo que papá piensa. —Su vista se concentró en mí—. Él también cuenta.
Me puse de pie y quedé frente a ella.
—Lo sabré. —Levanté un poco el rostro—, si viene.
Coni ya no era una niña, eso era obvio, pero yo pasé a ser la autoridad desde aquel día en el que su padre decidió abandonar el domicilio familiar. Casi tres años atrás se fue después de una larga e intensa discusión. Estuvimos a punto de agredirnos físicamente porque le reclamé sobre la desagradable visita que una de sus amantes hizo en la casa. La mujer exigía una pensión y no tuvo reparo en exhibirnos frente a los vecinos. Para mí había sido suficiente desde mucho antes, pero la separación no era una opción. Mi educación fue distinta. Desde niña se me dejó claro que el separarte era una vergüenza, un motivo para sufrir la censura y el señalamiento de la gente. Ya tenía bastante con el pasado que cargaba, no planeaba agregarle más. Pero para Nicolás el irse fue fácil. Tomó dos maletas que llenó con sus pertenencias y se marchó. Así, le dio fin a nuestra historia. De esa manera me otorgó, sin habérselo pedido, el poder de ser la cabeza del hogar.
Nicolás llegó a las cuatro y media. Entró por la puerta principal; algo raro en él. Lucía descolocado. Ni siquiera me dirigió la palabra e iba y venía de un lado a otro.
—¡Gobiérnate, hombre! —le dije—. Me mareas con tus vueltas.
—Hablemos a solas. —Avanzó directo hacia mi recámara.
La última vez que estuvimos ahí todavía seguíamos juntos. Supuse que buscaba privacidad.
Accedí porque sabía que trataríamos el tema de nuestra hija.
Él cerró la puerta con seguro en cuanto entré.
Se tocó la barbilla, movió la cabeza de lado a lado, fue hacia mí y solo así inició:
—Amalia —pronunció mi nombre con una voz sombría—, sé que hice un voto de silencio y pienso cumplirlo. —No dejaba de verme y se atrevió a tocarme de los hombros—, pero te pido que esta vez seas sincera y le expliques a Constanza lo que hay detrás, antes de que todo esto avance y no puedas pararlo.