La despedida de soltera fue planeada para el jueves, dos días antes de la boda.
Apenas y logramos tener listos los preparativos ya que el tiempo fue demasiado corto. Desde la capital, ellos ayudaron bastante, aunque cada peso salió de los Moreno y también de lo poco que yo pude aportar.
A la despedida solo invité a mi exsuegra, mis cinco cuñadas, a Erlinda; pero ella recibió la invitación de los dos lados, a Isabel y, por supuesto, mis hijas que no podían faltar. En la boda incluiría a todas las demás conocidas. No me pareció correcto llevar gente de más a un evento del que no conocía nada a pesar de ser la madre de la novia.
Don Francisco fue comprensivo y me autorizó tres días de vacaciones, y en la marisquería accedieron a dejarme faltar por mis compromisos, así podía sentir un respiro al menos en los trabajos.
La cita era a las cinco de la tarde en la casa de Alfonso, obvio sería ahí porque ellos así lo decidieron.
Mis invitadas y yo estuvimos presentes desde las cuatro. Todas, menos Isabel, quien no respondió mi telegrama y tampoco llegó.
Tal como Celina lo pidió, fuimos vestidas de blanco. Mis hijas combinaron falda con pantalón acampanado, yo preferí un vestido de manta de mangas largas que me llegaba debajo de las rodillas.
A Uriel se lo llevó su padre desde antes porque iban a ir a la despedida de Alfonso. No me quiso decir a dónde sería, pero lo amenacé con que no lo dejara beber y menos lo abandonara a su suerte si se embriagaba. Confiaba tan poco en él que le encargué lo mismo a don Álvaro.
Por indicaciones de una empleada, aguardamos en las bancas de hierro que pusieron en el patio. Estaba nublado, por eso la espera fue agradable. El aire fresco que corría nos revoloteaba el cabello y arrastraba hacia nosotras el dulce aroma de los rosales que se notaban recién plantados. La llamativa danza de la naturaleza me llevó a perder la noción del lugar en el que me encontraba.
Poco a poco fueron llegando las demás invitadas.
Dieron las cinco, pero ni Celina ni mi hija se nos unían.
—¡Mamá! —oí que gritaron detrás de mí—. ¡Ya estamos aquí!
Busqué el origen de la voz y sí, ¡era mi niña! Onoria venía acompañada de Erlinda. Volver a verla me entusiasmó como si no la hubiera visto en años.
Me levanté para abrazarla fuerte.
Mi hija lucía tan animada. Sin duda, era a causa de la llama de la esperanza de lo venidero.
—¿Qué tal el viaje? —les pregunté.
Onoria habló bajito:
—El tío Florencio fue obligado por mi tía a manejar, pero… —Evitó una tímida risita.
Intervine, entrecerrando los ojos:
—¿Se perdieron?
Erlinda resopló.
—¿Pues qué esperabas? Tu yerno escogió este pueblo refundido, aquí no llegan ni los milagros, ¿cómo íbamos a dar tan fácil?
Sujeté a mi prima del brazo.
—Compra un mapa, Erli, ya los venden en todas partes.
Nos estrechamos.
—¿Y Chavelita? —me preguntó ella después de soltarnos.
Negué despacio. En verdad estaba decepcionada de que Isabel no fuera capaz de dejar a un lado su orgullo y estar conmigo en un día así de especial.
—Ella se lo pierde. Esto se va a poner buenísimo. —Frunció discreta los labios y ladeó la cabeza—. La cosa esta de las velitas y así, no sé, pero en la boda sí pienso desmandarme.
—Nada más no te desmandes en los cuartitos a donde mis hijos pueden entrar, ni yo.
Reímos juntas, como niñas juguetonas.
—Ya te extrañaba, prima. Traes un brillo en la mirada, luego me cuentas quién es el culpable.
¡Qué vergüenza sentí al saberme tan transparente ante los demás! Sí, sí que estaba relajada, a pesar de los ajetreos. El nombre del culpable me lo reservaría por un rato más, al menos hasta que la relación estuviera estable, y también porque mantenerlo en secreto era… estimulante.
Celina salió por fin unos diez minutos después de las cinco. A su lado derecho iba mi hija envuelta en un bonito vestido de tirantes que tenía bordados en la caída de la falda y las mangas cortas. A mi gusto un diseño demasiado descubierto de la parte superior, pero Coni tenía pechos pequeños, a diferencia de los míos, y eso le ayudaba a que se viera sobria. Del lado izquierdo de Celina iba una muchacha que llamó mi atención. Creo que en todo lo que llevaba de vida solo unas dos o tres veces había conocido a una mujer que fuera tan sobresaliente, no solo por su belleza, sino por poseer ese “no se qué” que provocaba que las miradas fueran directo a ella.
Las tres cargaban anchas canastas cubiertas con una tela blanca.
—¿Listas? —dijo Celina—. Es hora de irnos.
Éramos más o menos veintidós mujeres.
—¿Iremos caminando? —le preguntó su suegra, a quien no noté hasta que habló.
—Sí. —Apenas dio un paso hacia adelante, cuando se quedó pensativa—. Amalia, olvidé las botellas de mezcal, ¿podrías ir a traerlas? —Despacio levantó su canasta a la altura de los hombros—. Iría yo, pero…