Cuestión de Perspectiva, Ella (libro 2)

La diferencia - Parte 2

Demoramos un rato más en recomponernos y volver a unirnos a las demás mujeres.

Coni ya se estaba poniendo tensa.

Por unanimidad elegimos sentarnos en el suelo.

Lo siguiente que hicimos fue prender conos de incienso de sándalo. Aspiré su delicado aroma que navegaba lento entre todas.

Una a una le fuimos dando consejos a la novia para el matrimonio. Tocó mi turno al final porque así lo quise:

—Hija —me dirigí a ella y nada más—, sabes bien que soy el peor ejemplo de un matrimonio sólido. Por eso, tal vez, tengo el conocimiento de lo que no debe hacerse. Podría hacerte una larga lista y pasaríamos la madrugada aquí, pero mejor te compartiré el consejo más importante. Estate a lado de tu esposo porque de verdad lo amas, y cuando sientas que ese amor se fue y no hay manera de revivirlo, vete antes de provocar daño.

Coni se levantó y me estrechó.

—¡Mami!

No me importó exponerme frente a todas y liberé las lágrimas.

—Desde que cada uno de mis hijos nació, se iluminó mi vida —le dije bajito—. Eres una de mis estrellas brillantes. Mi más grande anhelo es que nunca te apagues, mi amor.

Coni no cometerá mis mismos errores, fue ahí que lo supe.

Aprovechando la distracción, Celina fue hasta las canastas y levantó una. Ella sí que se preparó.

—Te entrego el vestido de novia. —La acercó a mí sin descubrirla—. En el centro del pecho verás que hay un espacio, ahí tienes que bordarle lo que nazca de tu corazón. Un regalo de la madre a la hija.

Acepté la canasta y la observé, asombrada de que me permitiera ser parte del diseño que ella misma hizo.

Celina también se encargó de llevar diferentes postres y vasitos para el mezcal.

Continuamos con la degustación. Yo elegí uno de manzana con canela, a mi juicio, delicioso.

—¿Qué tienen las galletas? —indagó Silvia, tratando de averiguarlo con la lengua.

Eso significaba que sus cuñadas no intervinieron en la preparación.

No había duda de que eran unos exquisitos postres.

Celina sonrió. Solo algunas le conocíamos esa en particular porque se tenía que aprender a diferenciarlas, y yo sabía bien que la hacía cuando era descubierta en sus contadas trastadas.

—Algo que solo se debe usar cuando es muy necesario —le respondió.

Algunas reímos, y fue una risa que fue haciéndose mayor con el mezcal y las delicias ofrecidas.

No recuerdo bien a qué hora regresamos a la casa de Alfonso, creo era de madrugada. Lo que sí sé es que mi hijo Uriel me ayudó a llegar. Resultó que los hombres terminaron más sobrios que nosotras y acudieron para auxiliarnos.

Estuvimos en el camión de vuelta a nuestro hogar a las seis de la mañana porque era el primero en salir.

Medité en llevar a Joselito a la boda. No tenía por qué decir en público detalles sobre lo que estábamos teniendo. Podría ir como un amigo y sería una agradable compañía. Desafortunadamente él me avisó que tenía que volver a la costa a recoger unos encargos. Fue a despedirse a mi casa a las ocho de la mañana.

Apenas y pude cambiarme, tomar algo, lavarme la cara y los dientes. Dormir ya no era una posibilidad.

Nos vimos en mi patio trasero, justo en la cerca que dividía la propiedad de su prima con la mía. Un árbol de mango fue de ayuda para ocultarnos.

—Regresaré en dos semanas, mi bella. —Aprisionó mi rostro con ambas manos y me besó.

—¿Seguro? —le pregunté en la primera oportunidad en la que liberó mis labios.

—Sí, segurísimo. —No paraba de recorrerme y apretó mi cuerpo contra el suyo—. Te van a doler las orejas de tanto que te voy a estar pensando.

Ese hombre sabía embelesarme con apenas unos toqueteos por arriba de la ropa.

—Más te vale.

La idea de que se marchara apenas empezada la relación me incomodó. Llegué a imaginar que quizá huía de mí y esa idea se instaló en mi cabeza. Dos semanas pasarían lento para descubrir si lo que prometió era verdad o no.

Ese día fue un ir y venir para nosotros. Los nervios hacían de las suyas.

Doña Teresa llegó junto con su esposo y Nicolás pasadas las nueve. Ella fue mi salvadora en la cocina. Sabía organizarse como ninguna, y se encargó de pagarle a tres muchachitas y dos señoras para que ayudaran a preparar la comida.

—Queremos llevar a los niños a comprarles ropa —fue lo primero que me dijo.

—Les pedí que usaran algo que tengan en el ropero —respondí.

—Nada de eso. Quiero que se vean chulísimos.

—Los Ramírez no nos van a andar humillando —intervino don Álvaro.

Se me olvidaba que la madre de Celina y doña Teresa eran primas segundas. Al final, existía una relación familiar imposible de romper.

—Bueno, está bien —acepté para que no se sintiera ofendida, y también porque mis hijas disfrutarían ser consentidas como su abuela acostumbraba—. Aprovecharé para ir a ver al pastelero. Encargamos un pastel de doce pisos y lo van a llevar hasta allá, solo quiero darle bien las indicaciones.




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