En mi pueblo se acostumbraba que las bodas duraran tres días, y eso sin incluir las despedidas de solteros y el dote. A los casamientos en grande se les llamaba fandango y se solía requerir la presencia de todos los pobladores. Este se dividía de la siguiente manera: el día uno era para la ceremonia civil, el día dos y el más importante era destinado a la ceremonia religiosa, y el tercero se realiza “el lavado de ollas”, que es cuando los novios anuncian la consumación del matrimonio y dan entrada al festejo final.
Siempre deseé que mis hijas se casaran así, pero las exigencias en la escuela y el traslado de nuestros invitados limitaron el tiempo de duración, por lo que tuvimos que recortarlo a solo un día para ambas ceremonias y el “lavado” se haría el domingo. Constanza y Alfonso estuvieron de acuerdo, y para ser sincera, también lo estuve porque añadir un día más implicaría desembolsar más dinero que no era mío.
Como yo accedí a cambiar la despedida de soltera, Celina no se opuso a que fuéramos nosotros quienes escogiéramos la decoración y otros detalles. Una cosa que a ella no le dije fue que en la tarde, en la privacidad de mi hogar, con solo mis hijos, Lucas, dos de mis hermanos que llegaron antes: Leopoldo y Lucio, Nicolás, sus padres, Erlinda y su esposo, pusimos el altar y prendimos el incienso para que cada uno diera la bendición al nuevo matrimonio. Doña Teresa insistió en que Erlinda y Florencio, quienes eran los padrinos de velación, le lavaran la cabeza a Constanza. Estuve más que de acuerdo porque sus tradiciones también me importaban.
Me complació que una pareja que había enfrentado tanto para seguir juntos se ofreciera a velar y a apoyar en su nueva vida a mi hija.
Al final de nuestra íntima reunión hice chocolate de agua y juntos compartimos el pan de yema. Duró poco porque debíamos darnos prisa, pero fue un momento que perdurará en mi memoria por siempre.
La comida se tenía que terminar de preparar en la casa donde se llevaría a cabo la boda.
Coni ya no podía ver al novio hasta la ceremonia, por eso la dejamos en casa con la compañía de Uriel. Sus hermanas iban a ayudar porque a las nueve de la mañana daba inicio todo.
Según la lista, eran trescientos treinta invitados. ¡Ni sabía de dónde salió tanta gente! Las mesas ya estaban ahí cuando llegamos a las siete en el coche de los padres de Nicolás. Varios faros recién montados iluminaban un espacio amplio del patio trasero.
Aspiré por un breve instante. Se sentía el aire fresco que corría por esos lugares altos, y me gustó el aroma a hierba húmeda.
Lo primero que hicimos fue colgar las cazuelas, los cántaros y bastante papel picado. Quería que los distintos colores lucieran en todo su esplendor.
—¿Le confirmaste a la banda? —le pregunté a Nicolás, mientras batallaba parando una escalera para que pudiera colgar otro cordón.
—Confirmadísimo —respondió más concentrado en la madera que no se acomodaba sobre el pasto—. No sabes el trabajo que me costó encontrar una a tu gusto. Aquí tienen otros ritmos.
Era sorprendente que esta vez Nicolás no se tirara al vicio por lo sucedido horas antes en su casa. Quizá su hija sí le importaba más que la bebida. De todos modos, estaba segura de que recaería en cuanto comenzara la fiesta.
En mi mente listaba los pendientes una y otra vez, abrumándome.
—Bien. ¿Qué falta? —Movía las manos sin pensarlo—. ¿Los meseros? ¿El pastelero?...
Nicolás le dio un azotón fuerte a la escalera.
—Ya, relájate. A los meseros les confirmaste por teléfono y al pastelero fuiste a darle dos veces la dirección para que no se perdiera. Creo que les quedó más que claro. Las bebidas, los recuerdos y las cosas de la comida ya están en la cocina. Mi madre y las cocineras se encuentran preparando el mole y el estofado. No falta nada. —Desvió su atención para hablarme directo—: Repasemos tus apuntes si quieres.
Supongo que se dio cuenta de la gran intranquilidad que me sofocaba.
—Sí, repasémosla. —Aborrecería que fallara algo por mi descuido.
Saqué enseguida el cuaderno donde escribí cada pendiente. Apenas íbamos a iniciar, cuando reconocí el automóvil de los padres de Alfonso. Sabía que el joven no conducía porque se encontraba en el otro extremo del patio acomodando los centros de mesa.
Se estacionaron y vi que Esteban se apresuró a abrirle la puerta a su esposa. Ella se bajó y fue directo a nosotros. Desde antes de que llegara reconocí su sonrisa de oreja a oreja.
—¡Oh! ¡Se ve tan bonito! —dijo conmovida. Luego suspiró—. Qué recuerdos me trae. —Su vista se quedó quieta por un segundo en los jarrones colgados que tenía enfrente, cuando reaccionó, me observó—. ¿Necesitan ayuda?
Esteban permanecía a su lado. Nicolás, por su parte, reanudó su tarea.
—Estamos bien —me apresuré a responderle.
Pero era mentira. Todavía nos faltaban varias cosas por terminar y la noche entraba.
—Querido —le dijo Celina a su esposo—, ¿por qué no auxilias al primo con la escalera? —se dirigió a mí después—: Es que está un poquito chueca.
Él le hizo caso y se le acercó a Nicolás. Apenas y se saludaron con un simple y frío movimiento de cabeza.