Mi hija y su esposo se fueron a su nuevo hogar el domingo en la noche en el automóvil que el padre de él les regaló. Su luna de miel tendría que esperar a las vacaciones de la escuela porque ya no podían faltar más. Constanza llegó siendo una señorita y se fue como la señora de Quiroga.
Un fuerte abrazo, una bendición y un rezo silente fueron mi despedida.
Erlinda, Florencio y Onoria también decidieron irse. Según lo que mi prima me contó, tenían planeado no regresar a la capital por lo menos en el año que Onoria iba a estar estudiando, ya que Florencio tenía responsabilidades en el trabajo que le impedían viajar tan seguido. En esa rápida charla, se le salió contarme que Celina y Esteban se ausentarían por varias semanas por un largo viaje al extranjero que planearon.
—Quieren vivir el ocaso de su matrimonio al máximo —dijo Erlinda, un poco insolente.
Florencio solo le echó ojos matadores, pero no hizo algo para callarla.
Onoria se fue como ya sabía, pero, aun así, me abordó la melancolía.
Confieso que me alivió saber que los padres de Alfonso no estarían en el estado. Lejos era lo que quería tenerlos de mí. Lejos, muy lejos, para que no pensara en ellos, en él…
Mis hijos y yo fuimos los siguientes en retirarnos, aprovechando los carros de mis hermanos. No pensaba pasar un día más allí.
Apresuré la despedida y así terminó todo.
Antes de irme, Isabel me alcanzó afuera de la propiedad. Estaba por subirme al coche de mi hermano Lucas, cuando oí que me llamó. Llevaba del brazo a su esposo; o, mejor dicho, casi lo arrastraba.
Desde que lo conocí, a Filemón lo consideré como un hombre irritante. Su poca cautela me sobrepasaba. No era capaz de congeniar con él a pesar de que, hasta un día antes, no me había hecho nada.
—¡Ándale, dile lo que quedamos! —le exigió Isabel y le dio un empujoncito hacia adelante.
Él se quedó mirándome, serio. Poseía una quijada fuerte que acompañaba perfecto su semblante. ¿Quién se imaginaría que era el informante oficial del pueblo?
—Amalia, perdón por lo de ayer —comenzó, sin pestañear—. Estaba bien borracho y el Sebas me apostó que no me atrevería.
El piso se movió debajo de mis pies, o eso percibí. Lo que Filemón acababa de confesar me tomó desprevenida.
—¿Sebastián Quiroga? —estuvo de más querer confirmarlo, pero lo hice.
—Ese mismo. En serio lo siento. Hasta Esteban está enojado conmigo. Dice que fue una falta de respeto seguirle el juego a su hermano…
Filemón continuó excusándose, pero mis pensamientos navegaban por otros rumbos. ¿Qué podía decir de Sebastián Quiroga? Sí, algunas cosas. La primera era que me gustó a los once años. Cuando por fin me invitó a salir, me sentí soñada, pero la decepción llegó el mismo día. Él propuso irnos a “lo oscurito”. Por supuesto que respondí como una señorita decente haría, y después me fui de allí.
La segunda, era que lo detestaba profundamente por haberse interpuesto en el momento menos oportuno.
Por lo visto, a él le parecía gracioso burlarse de mí a pesar de su falta.
—No hay cuidado —le dije a Filemón. Mentí porque sí quería regresársela. Nada grave, quizá un coraje de poca importancia y ya. Necesitaba verle la cara descompuesta para poder disculparlo de verdad—. Cuídense muchísimo.
Le di la mano a Filemón y abracé a Isabel y a su hija. Su acompañamiento en la boda de Coni no quedaría en el olvido.
Estuvimos en casa después de la una de la madrugada. Solo me quedaban pocas horas para dormir, así que no le di más vueltas a los pensamientos y fui directo a la cama.
Así finalizó el enlace de dos jóvenes que desconocían el tormentoso pasado de sus padres.
El trabajo comenzó temprano como de costumbre. Un lunes igual a todos los demás. Mi vida regresaba a su sitio.
María y Juana comentaron efusivas por largo rato sobre lo que les gustó de la fiesta y de lo bella que se veía mi hija.
—Amiga. —Juana me dio un suave codazo y bajó la voz—, mi sobrino ya me platicó que está enamoradísimo de tu niña. Se me hace que vas a tener que organizar pronto otra boda.
Había dejado de lado la poco comentada “relación” que Esmeralda mantenía con el mentado Felipe. Hasta no hacerlo formal, no lo tomaría en serio.
—Esmeralda está castigada. —Tenía pendiente el interrogatorio con mi hija y me encargué de prohibirle que saliera de la casa hasta que yo llegara—. No tiene permiso de andar de novia. Lo siento por tu sobrino, pero ella se lo ganó a pulso.
No expuse los motivos de la reprimenda.
Juana resopló sin molestia. Estoy segura de que comprendía lo duras que las madres teníamos que ser a veces.
—¡Uy!, pues si la quiere bien, sabrá esperarla.
—Eso espero, porque va para largo.
—Nos invitas cuando se casen —intervino María. Entre los dedos sostenía firme las largas tijeras para cortar la mezclilla—. Te quedan rebuenas las fiestas.