Tras el regreso de la playa, decidí ir el sábado a la fábrica por el dinero que me correspondía al ser despedida.
Joselito me acompañó, aunque no le expliqué mis motivos de llevarlo. Él aceptó sin rechistar. Me gustaba la facilidad con la que se conducía, sin interrogatorios o sin que llegara a conclusiones fantasiosas.
Escogí la mañana para hacerlo porque sabía que estarían las trabajadoras. Regresar ahí me desarmó en cuanto estuve frente al portón azul que crucé tantas veces con el deseo de tener una mejor vida para mí y para mis hijos. Mi historia en la fábrica fue larga, conocí mujeres con las que no compartía lazos sanguíneos, pero que me brindaron su ayuda cuando más lo necesité. Imposible olvidar las veces que Juana me prestó dinero en los momentos de mayor necesidad, o todas las ocasiones en las que María trabajó de más con tal de que yo terminara mis cortes. Me harían falta. El contacto seguiría, de eso no tenía duda, pero dejaría de verlas a diario y que alegraran mis días con sus ocurrencias. Desafortunadamente, ya no existía la opción de un regreso, aunque don Francisco me lo suplicara.
María casi saltó de su silla cuando me vio acercarme por el corredor donde iniciaban las mesas.
—¡Amalia! —me nombró, efusiva—, ¡por fin! ¿Pero qué pasó?
Juana se levantó, rompiendo las reglas, y se acercó a mí.
María la secundó.
—Don Francisco dijo que renunciaste porque te contrataron en otro trabajo —comentó Juana. Se le veía conmocionada.
—Luego les cuento. —A ellas sí pensaba confesarles la verdad, pero no sería allí—. Vengo por mi pago que quedó pendiente.
—Uy, pues a ver qué te dicen —continuó Juana—. El patrón no está y no creo que regrese pronto.
—¿Por qué? —Me sorprendió saberlo porque don Francisco nunca faltaba. Solo en contadas ocasiones lo hizo durante todos mis años de trabajo.
—Su hermana se quedó de encargada y ella nos avisó que el viejo anda de vacaciones. —Juana bajó la voz de golpe—: pero ya supimos que es puro chisme.
María se apresuró a darle un codazo.
—¡Cállate, no seas impertinente!
Observé hacia adelante. Las demás compañeras se concentraban en sus tareas y el constante ruido de las máquinas de coser les impedía escuchar lo que hablábamos.
—Ay, ¿pues qué tiene? —murmuró Juana con un tono despreocupado y después me observó interesada en dar la primicia—: Un amigo es camillero y me contó lo que sabe. —Dio un paso más cerca—. Resulta que don Francisco andaba de farra hace una semana, se metió en problemas con unos borrachos y lo golpearon. —Hizo una mueca de asombro—. Dice mi amigo que lo dejaron como Santo Cristo al pobre. Tanto, que está en el sanatorio todavía.
—Sigo sin creerme lo que asegura la hermana. —María habló, un poco más discreta que Juana—. Don Francisco ni toma.
—Pues se alocó ya a su edad —añadió Juana. Al parecer, ella sí se creía la versión de la golpiza en una borrachera.
Yo opinaba igual que María. Don Francisco apenas y aceptaba una copa en las contadas reuniones que llegó a ofrecer. Él era adicto al refresco, no al alcohol, pero de ninguna manera rebatiría nada.
De pronto, una mujer de unos cincuenta años, tal vez más, salió de la oficina del dueño y nos divisó.
Mis amigas corrieron a su lugar. Hasta ahí llegó nuestra conversación.
—¿Señora de Moreno? —se dirigió a mí, mientras caminaba.
—Bautista, soy Bautista.
La mujer llevaba puesto un elegante vestido rojo con un pronunciado escote, poco apropiado para el lugar de trabajo. Se podían ver las abundantes pecas del nacimiento de sus pechos, y su perfume se percibía a la distancia.
—Pase conmigo, por favor. —Dio media vuelta para regresar a la oficina.
El exagerado contoneo de sus anchas caderas me distrajo.
Al llegar, ella se sentó en la silla de don Francisco, enseguida rebuscó en los papeles sobre el escritorio, hasta que dio con un sobre amarillo que me entregó.
—Este es el pago que le corresponde por sus años de servicio, y una gratificación más que el dueño ordenó que le diéramos. —Sonreía al decirlo. Luego me acercó una hoja donde especificaba que me despedían por tener mejores oportunidades—. Solo firme aquí y listo.
“Mejores oportunidades”. ¡Infeliz viejo! Si por su culpa me quedaba sin mi principal sustento.
Guardé el sobre en mi bolsa y firmé a prisa.
—¿Es todo?
La mujer seguía sonriente. Supongo que ignoraba las cuestionables acciones de su hermano.
—Es todo. —Se levantó y extendió una mano—. Buena suerte.
Acepté su cortesía y después salí.
Así, tan sencillo, la fábrica pasó a ser solo un recuerdo agridulce y nada más.
Joselito ya me esperaba afuera, recargado en la puerta de su camioneta, animado. Me estrechó en cuanto llegué a él. ¡Qué bien se sentía tener quien estuviera para mí! Sus brazos me rodearon fuerte y gracias a eso no me superó el enojo y la tristeza.