Cuestión de Perspectiva, Ella (libro 2)

Cruz de olvido

Después de tanto tratar de dar con ella, ¡por fin regresó!

Mi madre todavía no tenía ni los sesenta años, pero envejeció rápido. Subió en exceso de peso y la diabetes que le diagnosticaron dos años antes le empeoró el semblante. Eso sí, jamás la gente la iba a encontrar mal vestida, despeinada o sin su característico perfume. En esa noche llevaba puesto un bonito vestido típico color verde brillante. La principal preocupación con ella era que cuidara su alimentación, se volvía todo un reto que muchas veces terminaba en una desagradable pelea en que jamás salía ganando yo o alguno de mis hermanos.

—¡Mamá! —dije apenas la vi. El aire me faltó en la segunda sílaba.

Angélica, Uriel y ella se encontraban en la sala como si fueran las dos de la tarde.

Sus grandes ojos negros me observaron.

—Hasta te espantas de verme. —En los labios no le lucía ninguna sonrisa—. Sí no vengo, tú ni te tomas la molestia de buscarme.

Me acerqué para besarle la mano.

—Te busqué por semanas. ¿Dónde estabas?

—Andaba en un crucero precioso. —Fue ahí donde por fin le vi un poco de alegría.

—¿Un crucero?

Por supuesto que no me impresionó que se subiera a un barco. De haber podido, se habría subido hasta en un pájaro con tal de recorrer el mundo. Le encantaba viajar y conocer nuevos lugares. Desde que enviudó comenzó, primero poco a poco, a salir. Con los años fue tomando más confianza, y entonces tuvimos que vivir con la preocupación porque se desaparecía por periodos que se fueron alargando mientras más independientes se hacían mis hermanos. No se volvió a casar a pesar de que los pretendientes llegaron. Por el contrario, rechazó todo tipo de cortejo porque decía que eso volvería a atarla a una casa y a un hombre.

—¡Ah! —Suspiró complacida—. Anduve disfrutando del mar. —Extendió los brazos—. ¡No sabes, está hermoso! Deberías ir a uno.

«Si me invitaras, lo haría», pensé en mis adentros.

—Un día iré.

Mi madre se levantó y se acomodó la falda.

—Pero me quedé sin dinero y tuve que regresarme.

¡Por supuesto! ¡Sin dinero de nuevo! Siempre hacía lo mismo. Ese fue uno de los motivos por los que más discutía con Nicolás. Tras la muerte de mi padre, mi madre heredó terrenos, casas, animales, oro y pertenencias de valor, pero todo eso se lo gastaba en ella y solo en ella. La comida y demás gastos de mis hermanos salía del bolsillo de Nicolás. A él no le molestaba ayudarlos porque los apreciaba, lo que le irritaba era que mi madre se diera una vida de lujos que no compartía ni con sus hijos.

—¿Tan rápido te acabaste lo que te pagaron por dos terrenos? —pregunté con poca emoción.

—Todito —sonó burlona—. Apenas y pude regresarme en el camión. —Resopló—. Tengo hambre. Sírveme de cenar y aprovecho para hacerte unas preguntas. —Se adelantó a la cocina.

Les indiqué a mis hijos que se fueran a dormir porque la escuela era temprano y luego no querían levantarse.

Encontré a mi madre sentada en la mesa, esperando.

Me apresuré a calentar pollo, arroz, y preparé la masa para las tortillas. Me sentía cansada, incluso bostecé dos veces, pero no iba a dejar a mi madre sin cenar.

—Uriel dice que Constanza se casó. ¿Es verdad? —comentó ella mientras yo me daba prisa. En su voz no noté que le causara felicidad que su nieta se uniera en santo matrimonio.

Un frío me erizó la piel de los brazos porque sí o sí debía darle el nombre del nieto político.

—Sí, se casó. —Eché la masa aplanada y redonda en el comal. El agradable susurro de la cocción relajó mis músculos—. Por eso te estaba buscando tanto.

No giré a verla ni por error. Fingí que me mantenía concentrada en el aplanado de las tortillas. Le eché un poco de tomillo al pollo y su aroma a sierra fue un breve recorrido por mi niñez, la niñez que sabía que mi madre jamás disfrutó.

—¿Y con quién fue? —Gruñó—. Espero que hayas investigado bien el apellido del hombre, sabes que no me gusta emparentar con cualquiera.

¡Ahí iba la peor parte! Me preocupaba su reacción por muchos motivos.

Deseé que mis hijos ya estuvieran durmiendo.

—No tuve necesidad —apenas dije.

—¿Por qué?

Aspiré, llené los pulmones de un aire que no fue suficiente y lo dejé salir:

—Porque se casó con un Quiroga.

Hubo un silencio perturbador, doloroso por todo lo que conllevaba.

—¡Lo que me faltaba! —Escuché que le dio un fuerte manotazo a la mesa y le siguió un tirón a mi brazo—. ¡Ahora la traidora es una nieta! Si bien dicen que la sangre podrida se hereda. ¿En qué chingados estabas pensando?

La palma de su mano amenazaba mi rostro y por su expresión de furia sabía que no dudaría en arremeter contra mí.

—¡En la felicidad de mi hija! —Pero las palabras no salieron con la suficiente fuerza como para pararla.

El perfume que usaba me asqueó al recordarme todas las veces en las que estuve igual de acorralada.




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