El dos de enero recibí temprano un paquete. Se trataba de una caja grande de cartón bien cerrada con cinta adhesiva que pesaba. Adentro hallé una nota que decía:
Con cariño para que nunca dejes de cantar.
Descubrí que se trataba de un tocadiscos junto con el disco que Celina me mostró días antes y un cancionero.
Saqué del empaque el negro y delgado círculo. Su leve olor dulce me encantaba y me tomé unos segundos para admirarlo. Toqué con cuidado las estrías en espiral que contenían en ellas el arte de talentosos intérpretes.
«¿Quedará mi voz plasmada en uno de estos?», me pregunté melancólica. Había dejado de creer en mí desde hacía demasiado tiempo como para recordar en qué exacto momento el sueño se empequeñeció tanto que dejé de verlo. Regresó solo gracias al destino que me puso de nuevo en la jugada, y ahora tenía enfrente la oportunidad de crecer como artista, de ganar una oportunidad que quizá me abriría grandes puertas.
Perdí la cuenta de todas las veces que escuché las canciones mientras realizaba mi limpieza. A mi madre no le gustaba el desorden y mucho menos el polvo. Mantenerla contenta me brindaba ratos de paz que incluso mis hijos agradecían. Ella no se caracterizaba por ser una abuela amorosa, pero al menos se comportaba mejor con sus nietos de lo que se comportó conmigo.
Después de la limpieza hice la comida, luego nos apresuramos a alistarnos. Los padres de Nicolás se regresaban a su pueblo y no volverían hasta nuevo aviso por los pendientes de don Álvaro.
Los invité a comer y empaqué unos cuantos presentes como agradecimiento por haber ayudado tanto en la boda de Constanza, y por haber sacado del hoyo a Nicolás. Todavía quedaba mucho camino por recorrer para que él alcanzara una superación, la bebida era su principal enemigo, pero lo sobrellevaba mejor de lo que imaginé.
Doña Teresa y don Álvaro llegaron a la casa a las cuatro de la tarde. Nicolás no fue y tampoco me avisó sus motivos. Sus padres partirían al siguiente día muy temprano, por lo que quisieron despedirse como era debido. Incluso fueron a visitar a Celina. Después de todo, ella era su sobrina y pasó a ser la consuegra de su hijo.
—Muy buena la comida, como siempre —alabó doña Teresa después de darle varias probadas al pipían que le serví.
Escuché que alguien gruñó.
—A mí se me hace salada —intervino mi madre, con su acostumbrada voz que agudizaba para hacerse notar más—. Ya le he dicho que no se pase, que no ve que me hace daño. —Con la tortilla entre los dedos continuó comiendo, no sin antes hacer una mueca de desagrado.
Me levanté enseguida.
—Te puedo hacer una pechuga asada —le ofrecí.
Sentí vergüenza al saber que la comida tenía sus fallas.
—Ya déjalo así. —Tronó la boca—. Con hambre todo sabe bien.
Volví a sentarme, confundida por su actitud, aunque no impresionada.
Doña Teresa estaba sentada a mi lado y me tocó el dorso de la mano que dejé sobre la mesa.
—Y dime, querida, ¿qué tal vas con lo del festival? —Me masajeó un poco con sus cálidos dedos y su mirada quedó fija sobre mí—. Nos encantaría ir, pero no vamos a poder. ¿Cuándo es?
—El domingo veintiuno de enero a las diez de la noche.
Una fecha y hora que me obligaba a tener presente porque mantenía un irracional miedo de olvidarlas.
—¿Dónde será? —preguntó don Álvaro, después de darle un trago a su cerveza.
—En un teatro que está en el centro. Está grande. Esperan bastante gente porque es a nivel regional.
Doña Teresa simuló que tiritaba.
—¡Qué nervios! Pero confío en que lo harás excelente, ya verás.
—Si yo bien que decía: esa niña canta rebonito. —El bigote de don Álvaro se extendió con su sonrisa—. Mi hijo se sacó la lotería contigo.
¡El señor no pudo decir una mentira más grande! Nicolás se sacó un boleto todo pagado al desastre cuando salió conmigo en la madrugada de la casa de Celina, a escondidas y con solo su maleta porque yo no logré llevar conmigo ni un par de zapatos.
—Gracias. Dios los oiga.
De nuevo un gruñido, esta vez más audible.
—Solo vas a hacer el ridículo. —Mi madre limpiaba con la cuchara el resto del pipían y no me observó en ningún momento—. Estás vieja, ya no te quedan esas cosas.
—Viejos los cerros, y reverdecen —le rebatió doña Teresa, aunque lo hizo sonriente. Luego puso su atención en mí—. Ten confianza en tu talento.
En mis hijos noté el temor de una reacción, pero mi madre continuó interesada en su plato.
—Lo haré —dije.
La canción estaba ensayada y los cuatro integrantes nos la sabíamos tan bien que incluso dormidos la interpretaríamos. No existían dudas de que al menos seríamos capaces de ejecutarla de manera correcta hasta el final.
La comida terminó.
Mis hijos abrazaron a sus abuelos. En tan poco tiempo se ganaron el cariño de los nietos que no vieron en años.