Una vez que se repuso, acompañé a Alfonso a ver a su madre. Después de todo ya faltaba poco para llegar a su casa y una visita inesperada quizá le haría bien. Primero pasamos a una pequeña tienda donde hice una compra.
Cuando entramos, me encontré con una Celina decaída, pálida, y recostada en su cama cubierta por una cobija gruesa. El frío en esa zona era mucho más intenso que en la que vivía, a pesar de estar tan cerca. Deseé haber llevado un abrigo más útil que un delgado rebozo.
Me di cuenta de que un suero colgaba de un tripié con ganchos, y un montón de botes de vidrio que sabía que eran medicinas en la mesita de noche me hicieron vibrar.
Ella me vio antes de que Alfonso y yo habláramos. Sus ojos hundidos parecían cada vez más ennegrecidos a su alrededor, aun así, sonrió.
—Amiga, me alegra que vinieras.
Escuché pasos en el corredor y enseguida descubrí a mi hija. Se notaba preocupada, quizá hasta molesta, y se llevó a Alfonso con ella luego de saludarme rápido.
Respiré hondo ya dentro de la habitación. No sabía con seguridad si el olor agridulce era por los medicamentos, o por la mezcla de lociones que terminó siendo poco favorable. Aun así, no haría mención sobre la incomodidad que me provocó.
—Traje una baraja —le dije a Celina, mostrándole la cajita que compré—. ¿Te acuerdas que intentamos aprender?
Traer de vuelta esos momentos me puso nostálgica.
Ella mostró los dientes por la mueca de burla que hizo.
—Isabel terminó peleando con Erlinda. —Soltó una risita.
Se me estrujó el corazón cuando me di cuenta de que sus risos negros perdieron el brillo que tanto los caracterizó y en su lugar tenía hebras frágiles y opacas. Sus ojos dejaron de ser blancos para ser dos círculos amarillentos que preocuparían a cualquiera.
—Sí. —Levanté un banquito que era del tocador y lo acerqué a la cama, justo a su lado—. Pero tú y yo no pelearemos.
Comencé a barajear, torpe porque en todo ese tiempo no me tomé la molestia de aprender bien.
Celina trató de sentarse sobre la cama, pero no fue capaz. Me apresuré a ayudarla y le puse dos almohadas en la espalda para que se sintiera cómoda.
Jugamos cuatro partidas. La dejé ganar en tres de ellas. Verle la cara alegre por ser la triunfadora valía toda la pena.
Estábamos por iniciar la quinta partida, cuando, de pronto, ella se me quedó mirando seria.
—Amalia —me nombró sin dar rodeos, luego me sujetó del brazo—, sé que te prometí que me callaría lo que pasó esa noche… Tú sabes cuál. —Su mirada pasó a ser de desasosiego y sus dedos me apretaron un poco—. Pero, por lo que más quieras, déjame decirle a Esteban al menos la parte donde tengo que ver. —-Negó tres veces con la cabeza—. Durante todo nuestro matrimonio no le guardé ningún secreto, pero arrastré conmigo el tuyo. No tienes idea de lo que me costó. Te suplico que me des tu permiso.
Lo que ella dijo era algo que esperaba que pasara. Nadie quiere irse con el peso de un secreto, y es peor cuando es hacia tu ser amado.
—¿Qué le dirías? —pregunté temerosa.
Celina dio un largo suspiro primero.
—Que te fuiste con Nicolás con mi aprobación, que sé por qué lo hiciste y que eso no se lo contaré porque te corresponde a ti y solo a ti.
Un torbellino de sentimientos me atacó. Remover lo enterrado me robaba el aire y la calma, pero negarle a una enferma la posibilidad de liberarse de una carga que no le correspondía sería un sacrilegio. Después de todo, a Esteban esa confesión ya no le importaría en absoluto.
—Díselo —acepté antes de arrepentirme—, tienes mi permiso.
Celina se dejó caer sobre las almohadas. Su delgadez era tan alarmante que se hundió con facilidad en ellas.
—Gracias, amiga. —Una vez más me sonrió.
Seguimos con la partida.
Perdí la cuenta de que todas las veces que jugamos. Nos detuvimos solo cuando ella se sintió agotada y pidió dormir un rato.
Ese día me fui de allí por la noche.
Supe, por voz de su hijo, que Esteban se encontraba en la capital consiguiendo unos medicamentos. Por suerte no iba a topármelo ni siquiera al salir de su casa. Desconocía lo que el lupus les hacía a las personas, pero deseé de todo corazón que hallaran un remedio que por lo menos le alargara la vida o la sacara del lamentable estado en el que se encontraba.
Transcurrió el dieciséis, el diecisiete, el dieciocho… Cada uno de esos días repasamos la canción solo por meros nervios. La composición, originalmente, era con trompeta, pero Joaquín propuso cambiarla por un violín. Salvador tocaría la guitarra y Fermín el requinto. El resultado nos convenció tanto que ninguno refunfuñó.
Sin darme cuenta me encariñé con el tocadiscos. Relajaba a mi madre y así se mantenía callada por largos ratos. Celina, con su regalo, le devolvió la música a mi casa, y con ella la emoción de repetir aquellas canciones escritas y ejecutadas con tanto esmero.
Me encontré con Joselito el viernes. Regresó de un viaje al sur. Necesitaba verlo y por eso quise pasar una mañana juntos en su cuartito. Quedaban solo dos días para el concurso. La emoción y la duda luchaban dentro de mí. Estar entre sus brazos apaciguó aquel tormento. El pensar en vivir juntos comenzó a ser recurrente en mis ratos de soledad. Un hombre que no exigía tanto y que era partidario de lo sencillo sonaba como una buena elección de pareja.