Cuestión de Perspectiva, Ella (libro 2)

La muerte del palomo - Parte 1

Aquella noche se convirtió en mañana con la velación y los preparativos del funeral.

De Esteban recuerdo poco porque se encerró en la habitación con el cuerpo de su esposa, y solo abrió cuando llegó el carro de la funeraria que se la llevaría. Al asomarse me percaté de que tenía los ojos hinchados y la vista perdida.

Cómo habían cambiado las cosas. En mi pueblo a los difuntos se les preparaba en la casa y los familiares eran los que lo vestían y lo metían al féretro. Los Ramírez y Quiroga optaron por dejarle ese trabajo a gente profesional.

Alfonso también se encerró, pero en otra habitación y en compañía de Coni. Las ansias de Celina porque se casaran cobraron sentido. Al final de todo su hijo sí tuvo quien lo sostuviera el día de su partida.

A doña Consuelo le dieron un tranquilizante porque no paraba de llorar, incluso se desmayó por tanto sufrimiento. Nublar la mente quizá le serviría.

El cuerpo regresó a las dos de la madrugada. En lo que eso ocurría, ayudé en lo que se necesitara. No podía ser de otra manera. Limpiamos, acomodamos la sala, quitamos muebles… A nadie parecía incomodarle mi presencia, no era hora de nimiedades.

Doña Esperanza, quien se mantuvo al otro lado de la cocina mientras preparábamos café y chocolate para los acompañantes que poco a poco llegaban, no entabló una conversación conmigo, pero fue cordial a la hora de pasar ingredientes o utensilios. En su semblante se notaba lo decaída que también estaba con la pérdida de una de sus nueras.

Terminamos a las cuatro de la madrugada. Me fui a sentar un rato a una de las sillas que pusimos en el área de la sala donde se velaba. Sabía que necesitaba descansar. Me envolví con un sarape que me prestó Anastasio y dormité sobre la silla unas dos horas, quizá tres.

Desperté cuando me di cuenta de que ya había más personas a mi alrededor.

Planeé entrar a alguno de los baños y lavarme la cara, pero fui interceptada por Silvia. Estuvimos platicando por un rato. Ella era amable conmigo y no me relegaba como las demás.

—El padre Clemente vino antes de que tú llegaras. Le dio los Santos Óleos a mi concuña, y ella nos hizo saber que su deseo era que el padre Jacinto fuera quien oficiara su misa de cuerpo presente.

Evité un bostezo. De verdad me urgía esa agua fría para despabilar.

—¿Y ya le avisaron?

—Todavía no.

En ese instante se me presentó la oportunidad de tomar un respiro de aquella casa en la que reinaba la tristeza.

—Me encargaré de eso —dije de inmediato—. Le diré a Constanza que me lleve.

—Eres muy amable. —Silvia hizo una mueca de asombro—. Le voy a avisar a mi suegra que no nos preocupemos por eso.

Fui a pasos sigilosos hacia la habitación donde sabía que encontraría a mi hija. Antes, pasé por la de Esteban. Estaba cerrada y sabía que se encontraba solo. No logré escuchar ni un solo ruido. Me habría gustado darle palabras de aliento, pero sabía que me echaría enseguida.

Continué de largo hacia mi objetivo y toqué lo más despacio posible. Ella atendió enseguida. Apenas y abrió la puerta para asomarse.

—¿Cómo está? —le pregunté, refiriéndome a Alfonso.

Detrás de Coni lo reconocí, recostado en la cama con la ropa de día puesta.

—Se quedó dormido. Le di un Lorazepam[1].

Que descansara era bueno, todavía faltaba la peor parte de una pérdida.

—Me ofrecí a ir a apartar la misa para más al rato.

Constanza adivinó de inmediato mis intensiones. Creo que pensó lo mismo que yo con respecto al ambiente.

—Te llevo. Él va a tardar para despertar y prefiero no interrumpir su sueño.

Mi hija fue veloz por su abrigo y las llaves del carro. Yo me acomodé el sarape.

Afuera el clima era inclemente. Estaba tan baja la temperatura que soplábamos aire frío.

Como ya conocía el camino, llegamos a la iglesia de Jacinto en veinte minutos. Me di cuenta que las puertas no tenían llave ni candado y optamos por entrar. Me adelanté hasta el fondo. Se oían voces dentro de la oficina y fui directo ahí.

Todavía sigo dudando de lo que vi. No soy capaz de asegurarlo, pero… pero por un rápido microsegundo creí ver al padre Jacinto muy cerca de alguien. La proximidad y el movimiento de su espalda y brazos podrían hacer pensar que hacía algo más que hablar con ese alguien.

¡Me quedé muda y retrocedí!

«Debo empezar a anunciarme antes de entrar a los lugares», me recordé, convencida de que ya no quería presenciar intimidades ajenas o pecados como esos; si es que fue real y no producto de mi cansancio.

Coni se dio cuenta de mi impresión. Con mi codo evité que ella se asomara. Zapateé un poco para que nos oyeran y funcionó. El padre Jacinto salió enseguida. Sudaba y se notaba alterado. Raro, porque también en ese pueblo el frío hacía de las suyas.

—Padre —dije, todavía confusa.

Él se acercó para que le besáramos la mano.

—Hijas, ¿para qué soy bueno? —nos preguntó mientras lo hacíamos.




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