Pronto comprendí que sola no podría solucionar nada y tuve que recurrir a uno de los hermanos de Esteban.
Tardé un rato en decidirme, pues el contacto con ellos era limitado y, en el caso de Jacobo, desagradable.
Al final elegí a Anastasio, el hermano que consideraba más accesible.
Sabía dónde se encontraba el teléfono más cercano. Alfonso me hizo el favor de pasarme su número, le dije que lo necesitaba llamar por petición de su padre.
Se sintió eterno el tiempo que demoré en ir al teléfono y regresar a la casa.
Para mi buena suerte, Anastasio llegó el mismo día por la tarde. Tener automóvil propio facilitaba moverse.
Juntos acordamos que lo que Esteban tramaba lo mantendríamos en secreto hasta que no existiera más alternativa que informárselo a la demás familia.
Guardé distancia cuando ellos dos tuvieron un intento de diálogo. Esteban no negó nada, pero tampoco permitió que su hermano lo ayudara a entender su proceder.
Antes de caer la noche, Tacho le pidió a su esposa que lo alcanzara junto con sus dos hijos menores. Decidió que mudaría su oficina hasta esa casa por tiempo indefinido. Según me dijo, pensaba que con los pendientes que se acumularon del trabajo, Esteban recobraría la razón, o por lo menos se mantendría ocupado.
Al día siguiente temprano hallé allí a Silvia y a sus hijos. Ella estuvo de acuerdo con el cambio temporal de domicilio.
En realidad, la admiraba. Era una mujer comprensiva, servicial, aunque con una mezcla de dulzura y rudeza poco usual entre las señoras de su edad.
Juntos dedicamos esa mañana a esconder hasta los cuchillos sin filo. Cada objeto de la casa que consideramos peligroso, por más absurdo que pareciera, quedó refundido en la bodega junto con las armas y las herramientas.
—Me acuerdo que una vez tuvimos que amarrarlo —nos contó Anastasio, mientras revisábamos en los cajones de una cómoda que tenía sábanas y cobijas. La sonrisa que se le dibujó fue contagiosa.
—¿Tanto así? —No logré imaginar a Esteban sometido de esa manera y supuse que bromeaba.
—Yo no estuve, pero sí lo recuerdo —confirmó Silvia y me observó de una manera singular, como si algo en mí la apenara.
Por la expresión de ensoñación de Anastasio, supe que se encontraba hundido en esos ayeres. Antes de continuar, él soltó un lento suspiro.
—Rogelio tenía métodos menos amistosos.
Cada vez que alguno de los hermanos Quiroga mencionaba a su hermano mayor, le brillaba el rostro de una forma tan única que me conmovía.
Silvia le frotó la espalda a su esposo.
—Tiempos desesperados requieren medidas desesperadas —añadí.
Si Anastasio tuviera una iniciativa similar a la que mencionó, sin duda lo ayudaría a apretar los nudos. Al principio me negué a la violencia porque supuse que las cosas no podrían empeorar. ¡Me equivoqué!
—Mi hermano pensaba igual. —Fue evidente que le lastimaba traer de vuelta los recuerdos de Rogelio y desvió el tema—: ¿Sabe? No termino de comprender a este terco —refiriéndose a Esteban—. Celi lo adoraba, fue una terrible pena que se nos adelantara, pero esos deseos de alcanzarla me… —Tronó la boca y apretó un puño—. No sé qué palabra usar.
—¿Lo impresionan? —quise ayudarle.
Él negó.
—Me confunden. —Ladeó la cabeza para hablarme—: Es blando, más de lo que la gente piensa. Fue un niño llorón, desesperante como no tiene una idea. —Dejó salir una risita, aunque su mirada se notaba medio perdida—. Una vez murió un ternero, acababa de nacer y tuvo complicaciones. El tío Heriberto fue piadoso y lo sacrificó. Mi hermano estuvo tan deprimido por eso que el tío se vio orillado a ir a conseguirle otro ternero, pero ni eso sirvió. Se le pasó poco a poco. A veces, así como así, se iba con la vaca a acompañarla, disque para alegrarla. Nunca se le quitó ser así.
Sentí un nudo en la garganta. Conocer sobre su infancia me estremeció y también me dejó meditando en cómo las personas lidiamos con la muerte de distintas maneras.
—Se le pasará —atiné a decirle.
—¿Usted lo cree?
Para ser sincera, no lo sabía. Yo supuse que ya estaba mejorando y resultó que se encontraba en el borde de un arrebato irreparable.
—Sí, lo creo —respondí por mero compromiso.
—A lo mejor le sirve conocer a otras personas —comentó de pronto Silvia, y no tuvo cuidado en murmurar como lo hacíamos nosotros. Entre las manos cargaba un par de manteles blancos de una tela delgada y con hilos dorados en los bordes—. Tengo una amiga que se quedó viuda también hace cinco años. Es bonita y…
Su marido soltó un quejido que sonó a reprimenda.
—¡Baja la voz! Te va a escuchar. —Apuntó hacia la habitación que acondicionaron como oficina y en la que sabíamos que se encontraba Esteban trabajando—. Su mujer acaba de morir hace poco, sé prudente. Además, ¿desde cuando te gusta andar de casamentera? Mejor ya no te lleves tanto con mi madre, se te están pegando sus mañas.
—Dios tenga en su santa gloria a Celina —dijo Silvia.