Él me condujo hacia la oficina que acondicionaron en un salón mediano. Dos escritorios de madera y cuatro libreros con algunas carpetas acomodadas eran la decoración del lugar.
Esteban esperó a que entrara para cerrar de un empujón.
Su comportamiento era arrebatado y sí, insolente. Ni siquiera me cedió la palabra y comenzó a hablar sin dejar de ir y venir en medios círculos:
—Todo este tiempo he sido paciente con usted, pero ya me agotó. —Seguía apretando los puños—. ¿Ahora qué quiere? ¿Por qué regresó?
Si hubiera seguido mis deseos, me habría echado a llorar ahí mismo. Pero quedaría como una perturbada de la cabeza y eso no lo podía permitir, aun que tuviera que agarrarme del escaso valor que quedaba.
Copié su postura erguida, imité su rudeza.
—¿Qué quiero? —dije despacio, como si fuera obvio—. Primero, que se controle. Y segundo. —Suspiré lo más cautelosa posible—, usaré esta oportunidad que sé que no se volverá a repetir para preguntarle por qué pensaba hacer… —el pecho me punzó al recordarlo—, lo que leí en sus cartas.
Esteban sacudió leve la cabeza.
—Ah, sí. —Sus pasos lo acercaron a mí—. La fisgona informante pide una explicación sobre lo que ¡no! debía ver.
La proximidad con la que quedamos me puso tensa, aunque solo duramos un fugaz instante así porque él se giró después.
El mismo espacio que recorrió, lo di yo para alcanzarlo.
—¡Esteban! —No planeaba andar con rodeos—, dime. Me iré como pides, pero dime.
A pesar de que seguía dándome la espalda, me di cuenta de que se tocó la boca y soltó un respiro sonoro.
Supuse que me despacharía en ese instante, pero, por el contrario, accedió a responder:
—Porque me di cuenta de que no tengo en quién confiar —la manera en que lo dijo transmitía la gran aflicción que cargaba.
—Explícate.
Él rio incrédulo. Fue ahí donde regresó a verme.
—¿No lo sabe?
Ante mi falta de contestación, Esteban volvió a reír, negando con la cabeza.
—Poco antes de morir, mi esposa me confesó algo que la involucra. —Los pómulos le vibraban—. Tengo dos opciones en eso. —Levantó el dedo índice—. Una, es que fue usted quien la manipuló para que dijera lo que dijo. —En ese momento, su voz perdió fuerza—, y la otra es que en realidad ella sí sostuvo por tantos años una mentira —cada palabra salió pausada—. Cualquiera que sea la correcta, tiene el mismo efecto en mí. —Palpó donde debía estar su corazón.
Imaginé que lo estrechaba para que no siguiera sintiéndose así de afectado. Ayudarlo a disipar sus dudas era lo menos que podía hacer.
—¿Qué fue lo que le dijo?
Esteban resopló.
—No se haga. —Se giró, airado.
Una vez más lo seguí. Era necesario estar cara a cara.
—Vamos a quitarnos las máscaras, ¿sí? Solo dígalo y ya.
Él demoró un instante para abrir la boca:
—Celina reconoció que le dio su consentimiento para que se fugara con… —Hizo una breve pausa—: Nicolás.
Un fuerte latido removió mi interior.
—Esa es la verdad —tenía la obligación de confirmárselo. De otra manera, el esfuerzo de Celina no valdría la pena.
En la expresión de Esteban noté una gran decepción.
—¡Entonces compruebo que no, no puedo confiar en nadie si mi propia esposa mantuvo guardado ese secreto aun sabiendo lo que me provocó!
—Lo hizo porque cumplía una promesa —salí en su defensa.
—¿Por qué? —Entrecerró los ojos—, ¿por qué Celina prometió callarse?
Quería decirle, lo juro, pero me superó el miedo de un nuevo desprecio.
—No es importante en ese punto de nuestras vidas.
Sin que lo previera, ¡Esteban se aventuró a sostenerme de los hombros!
—Oh, no, a mí sí me interesa saberlo. Necesito entender. —Fue bajando el tono de voz—. Solo dígalo y ya.
Quedé inmóvil, aterrada, y en silencio.
—¿Qué le impide ser sincera? —insistió.
La desesperación nos movía. Él por saber y yo por no poder decirle.
Me amarré los temores e inicié sin más:
—La noche en la que acordamos que nos iríamos juntos…
—¿En la que no llegó? —se apresuró a añadir.
Eso me descolocó.
—¡Yo sí llegué! —dije medio chillando. Ya no era dueña de mí. Todo se aceleró a mi alrededor—. Aquella noche salí de la casa de mis padres con una maleta lista para seguirte a donde escogieras. ¡Estaba dispuesta a abandonar todo por ti!
Sabía que Esteban se encontraba experimentando un arranque similar al mío.
—¡Miente! —Gracias a su agarre, tuvo la facilidad de agitarme una vez—. Te esperé horas. ¡Jamás saliste!