Como era de esperarse, la quinta fue adornada a detalle. No contaba con techo, nuestro techo era el cielo que seguía siendo brillante. En las decoraciones imperaban los tonos dorados. Mesas vestidas de blanco con mantelería y cristalería refinada aguardaban a ser ocupadas.
La señorita que acomodaba a los invitados nos condujo hasta una mesa que se situaba a un lado de la principal. La cercanía que tendría con Esteban era un punto a mi favor.
Hice mi mayor esfuerzo por caminar derecha con los tacones que Erlinda me incitó a usar. Quedé arrepentida a medio trayecto.
Estuvimos una hora, tal vez un poco más, esperando a que el lugar se llenara. Supuse que algunos se extraviaron ya que la zona era boscosa y solitaria.
Por fin comenzó a tocar el grupo y reconocí a Alfonso. Coni iba de su brazo. Se veían tan lindos, combinados de dorado, ella con el vestido y él con el pañuelo del traje negro que eligió.
Detrás de ellos ¡lo reconocí! Sí, no me podía equivocar. ¡El hombre alto que avanzaba solo era Esteban! Que lo hiciera sin compañía avivó mi esperanza.
En la mesa también le tocó sentarse a Erlinda. La observé y ella me cerró un ojo.
Esteban, mi lindo Esteban, esta vez no portaba un traje, en su lugar eligió usar un pantalón caqui de tela y una camisa blanca sencilla. Creo que trataba de no opacar al festejado.
Yo aplaudía cuando pasó cerca. Ni siquiera me miró. Fue como si no existiera.
Una vez que Alfonso y Constanza se sentaron, tocó el turno de las mañanitas, luego un par de porras, y después los meseros sirvieron la comida.
Mixiotes de pato fueron el platillo principal.
«Nada mal, Celi», pensé, mientras degustaba mi platillo.
Por ratos ubicaba a don Selso, hasta que di con la “gangosa”. Sí era flaca y amarilla como dijo Erlinda, además de que caminaba encorvada, ah, y también lo perseguía como perrito tras su hueso.
Me dio rabia que a ella no la despreciara como si lo hacía conmigo. ¿Qué de bueno tenía esa que no tuviera yo? Ni siquiera era una belleza extravagante o dueña de un cuerpo envidiable. No representaba gran competencia.
Los vigilé un buen rato, esperando a que hubiera un toque sospechoso o caricias discretas. Por suerte, no las hubo, al menos no de parte de él.
El animador de la fiesta cedió la palabra a Alfonso en lo que algunos terminaban de comer.
—Quiero agradecerles por venir hasta aquí. Es un honor tenerlos en este día en el que festejo el logro que me hubiera encantado que mi madre viera. —De pronto, su voz se quebró y hubo un silencio entre la concurrencia—. Sé que ella está todavía conmigo, y que hoy nos está acompañando. —Elevó la copa que cargaba en una mano—. Salud.
Levanté mi vaso en su honor, también por Celina, porque no se olvidó de su hijo en ningún sentido.
—¡Salud! —se escuchó en coro.
Alfonso era un chico querido, abrazado por su familia y amigos que le demostraban que lo estimaban de verdad.
Los abrazos, regalos y felicitaciones lo mantuvieron ocupado.
La noche entró lento, hasta que el cielo nos cubrió con sus cientos de estrellas brillantes que iluminaron hermosas.
Mi “objetivo” no bailó y tampoco bebió alcohol. Se dedicaba a charlar con los invitados, pero la mujer esa no se iba. Después me enteré de que se llamaba Fátima.
A quien esquivaba ver era a Sebastián.
«Vaya que doña Alfonsina le aspiró completita la juventud», pensé porque la diferencia de edad que tenía con su esposa no se notaba con su deplorable aspecto.
El grupo daba todo de sí y la gente lo aprovechaba, en especial los jóvenes.
Confieso que no sabía bailar la música disco, por eso ni se me ocurrió pararme a conseguir pareja.
—Límpiate —me dijo Nicolás al oído.
—¿Dónde? —Alcancé la servilleta de tela para quitar cualquier mancha que hubiera quedado en mi cara.
—La baba que se te cae.
Solté un bufido discreto.
—¡Menso! —Le di un manazo en el hombro.
Nicolás se veía desenfadado, a diferencia de otras ocasiones en las que tuvimos que convivir con los Quiroga.
—Te invitaría a bailar, estás bien linda. —Se lamió los labios—, pero el consuegro se podría molestar.
Ignoré sus insinuaciones.
—Aunque quisiera, no podría con estos zapatos. —Me levanté de la silla—. Iré a dar una vuelta para aflojarlos. Te hubieras traído a la Lupita para que se aburrieran juntos.
A Nicolás no pareció darle gracia mi comentario y frunció los labios.
Caminé y salí de la zona de las mesas.
Anduve sin rumbo unos minutos. El terreno era amplio, tanto que no daba con la barda que lo rodeaba.
De nada estaba sirviendo ni la ropa ni el peinado para atraer la atención de Esteban. Tenía que hallar la manera de poder platicar con él.