Cuestión de Perspectiva, Ella (libro 2)

Rondando tu esquina - Parte 2

Aventé el bolígrafo sobre el papel. Dolía tanto que se me doblaban los dedos con cada letra escrita.

Continué después de tomarme varios minutos.

 

A partir de ese punto las cosas fueron de mal en peor. Rogaste tanto que lo hiciste tan difícil. No tienes ni idea de todas las veces que estuve a punto de pedirte que nos fuéramos para jamás volver.

Recibí todas tus cartas, lo tienes que saber, ¡cada una! Don Benito, el cartero, era mi amigo porque le regalaba huevos recién puestos de las gallinas. Él dejaba los sobres que llevaban tu nombre debajo de una maceta.

Las leí todas y lloré con cada una por no poder responderlas.

Esperaba un milagro que lograra que volviéramos a estar juntos. Ese milagro me buscó en el río un día en el que ya tenía poca esperanza. ¡Llegaste a buscarme! Ofreciste tu cobijo y lo acepté feliz, aunque en ese momento no lo demostré.

Si Sebastián no se hubiera metido… A él todavía no lo perdono, pero sé que, igual que Lucas, solo era un hermano protegiendo a quien quería.

Después de que me descubrieron en el fallido escape, mi madre ordenó que fuera a alimentar a los guajolotes. Les supliqué a los dos que me prestaran un caballo. Ese terreno estaba retirado y el único camino que había tenía la hierba muy crecida. Me lo negaron porque uno de mis castigos era andar a pie.

La vez que te conté esta parte, mentí. Si fui a cumplir con lo que se me ordenó, y cuando regresé ya estaba oscureciendo…

 

Sin que me diera cuenta, las palabras que redactaba tomaron forma del pasado y volví a aquella noche. La luna no se veía en el cielo, y las estrellas brillaban tenues. Anduve rápido entre la maleza que picaba mis piernas. Lo que más quería era estar de nuevo en casa. Tal vez el mal presentimiento me conducía. Un mal presentimiento que no tardó en volverse realidad.

—Mira nada más quién anda por estos rumbos —dijeron a mi derecha, como monstruo acechante y burlón—. ¿No le parece que es tarde para que una señorita tan linda ande sola? Se la pueden robar.

Esa desagradable voz era de Chito, el aliado de mi padre y quien cargaba más quejas por sus cuestionables tratos hacia los demás.

Él intentó alcanzarme, pero apuré los pasos. Podía sentir su presencia persiguiéndome.

—¡Aléjese de mí! —le grité.

La urgencia de estar lejos de ese hombre me llevó a correr, pero la habilidad falló y resbalé con unas ramas del piso.

Chito jaló mi brazo para levantarme.

—Así me gustan, bien briosas. —Comenzó a tocarme por encima de la ropa.

—¡Qué asco! ¡Suélteme! —Le aventé las manos con toda la fuerza que tuve.

Chito volvió a sujetarme y me agitó furioso.

—¡Ah! Te pones con un general. —Los ojos ya le resplandecían rojizos.

—¡General ni de su casa será! —Luego de decírselo, le di una patada en la entrepierna.

Él se inclinó por el dolor.

Era mi turno de correr, y así lo hice, corrí lo más rápido que fui capaz, pero ni la iluminación ni el lugar ayudaron.

Chito me alcanzó cuando terminé de librarme de las hierbas y sentía el triunfo cerca.

—¡Atrevida!

Me agarró tan fuerte que no podía ni voltearme.

—¡Si no me deja en paz, le voy a decir a mi papá! —usé mi última carta con tal de salvarme.

—Pero si tú te me estás insinuando. —Besó mi cara, mojándome con su maloliente saliva.

—¡Asqueroso! ¡Le dije que me deje! —Traté de morderlo, pero mi intento solo desató más su coraje.

Terminé tendida boca arriba en el suelo mojado y él recargó sus rodillas sobre mí.

Presionaba tanto que no podía moverme.

—Te dejo ir si me dices dónde está la gorda de tu prima. La muy altanera se escapó, y nadie se le escapa a Lorenzo Cruz y vive para contarlo.

—Aunque lo supiera, no se lo diría. —Le escupí en la cara al mismo tiempo que manoteaba para liberarme.

—¡Me las vas a pagar, mocosa!

Fue ahí donde sacó su pistola y la colocó justo en mi frente.

Se me fue el aire y las ganas de defenderme.

Estando así, sometida y con el arma amenazándome, aprovechó para hacer de las suyas. Sobre el lodo profanó mi cuerpo. De más están los detalles.

Ni todas mis súplicas porque se detuviera lo conmovieron. Todavía me dan náuseas de solo recordarlo.

Tardó, a lo mucho, dos minutos, pero para mí fueron los más largos de mi vida.

Cuando terminó, me eché a llorar más fuerte. Estaba hecha pedazos, rota por un hombre al que jamás le hice nada.

Chito se abrochaba el cinturón cuando dijo:

—Primero voy a matar a ese prometido tuyo, el más pendejo de los Carrillo. Se siente muy gallito el cabrón. Luego le sigue el noviecito Quiroga, nomás porque me cae mal. Y ya que los dos estén bien enterrados, convenceré a tu tonto padre de que deje que te cases conmigo. Necesito una esposa, y la hija del alcalde es perfecta. ¿Cómo no se me ocurrió antes? —Esbozó una amplia sonrisa maliciosa y se inclinó para pasar su lengua por mi mejilla—. No creo que se niegue, después de todo, ya eres mi mujer.




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