Conté cada día desde el miércoles que nos despedimos. Solo debía esperar seis de ellos para volver a verlo. Tenerlo lejos de mí se convirtió en un tormentoso desafío. Era sábado por la noche y llegaba de trabajar de una fiesta donde celebraron el aniversario de bodas de una pareja que cumplía treinta años de casados.
Durante la fiesta y al ver a la pareja bailar canciones románticas, me pregunté si yo podría llegar a festejar algo así. Ya no era joven, los años no perdonaban y con cada uno perdía vitalidad. Conforme más envejecía las enfermedades amenazaban sigilosas.
Apenas abrí la puerta de mi casa, encontré a Angélica vestida con su ropa de día y la cara arrugada por la preocupación.
—¿Qué pasó? —le pregunté. Ni siquiera le di oportunidad de hablar primero.
Mi hija demoró en responder y quise obligarla a hablar. El pecho comenzó a retumbarme.
—A Esmeralda se le adelantó el parto —lo soltó asustada.
¡Eso no era bueno!
—¿Y Onoria? —La busqué con la mirada.
—Se fue con Felipe hace como dos horas. Él llamó antes a la matrona.
—¡Vamos! —Troné los dedos—. Sola no te quedas.
La partera había dicho que el segundo bebé de mi hija nacería en tres semanas más, quizá cuatro. Que fuera antes me preocupó de verdad. Por eso, moví las piernas con más velocidad. No tuve el cuidado de quitarme el vestido de gala color negro que usé para trabajar.
Angélica me siguió el paso, agitada.
Buscamos un taxi. Por suerte pasó uno por la calle paralela. Le exigí al chófer que acelerara.
Estuvimos en casa de Esmeralda diez minutos después.
Cuando entré, noté la cara seria de Felipe y en Onoria reconocí el miedo. Ambos aguardaban en la modesta salita.
—¿Y Esmeralda? —me dirigí directo a Felipe—. ¿Dónde está?
—Se quedó dormida.
—¿Y el bebé? —Sentía la urgencia de conocer cada detalle.
—Lo está revisando la matrona.
—Hay que llevarlos a un hospital. —Los matasanos no eran de mi especial agrado, pero comprendía que esta era una situación que requería varias opiniones.
—Los dos están bien —dijo Onoria, pero su voz sonaba distinta—. El bebé nació luego luego, ni tiempo le dio a la partera de acomodarse.
Observé a mi hija. Se veía afectada, como en un estado de incredulidad que no analicé bien en ese momento.
—¿Cómo sabes que está bien?
—Porque lo vi cuando salió. —Hizo una fugaz mueca de asco—. Es un niñote chillón y gordo.
—¡Niño! —El temor se convirtió en regocijo.
—Otro niño —confirmó Felipe, esta vez con menos entusiasmo.
Respiré de alivio. Cualquier mujer podía morir en un parto, y eso empeoraba si existían inconsistencias.
—¿Dónde está Angelito? —No veía a mi nieto por ningún lado y la casa era demasiado chica como para que se escondiera.
—Se lo dejé encargado a mi tía Juana.
La partera nos mostró al pequeño cuando terminó. Lo llevaba envuelto en una sábana blanca. Sí era grande como dijo Onoria, grande, rosado y sin cabello. Luego se lo llevó a la feliz madre.
Entré detrás de ella. Me urgía confirmar que mi hija estaba sana y salva.
Esmeralda dormitaba en la cama.
Su recámara era reducida, apenas y tenían una mesa de noche y un viejo ropero donde la ropa se desbordaba por los cajones.
—Mi niña. —Le acaricié la frente—. Eres tan valiente.
—Gracias, mamá. —Dibujó una sonrisa, todavía soñolienta—. El segundo no fue nada complicado.
Dejé que le diera de amamantar al bebé y después la limpié lo mejor que pude. No quería que hiciera esfuerzo alguno. Cepillé su cabello y le hice una trenza. Sus cabellos castaños rebeldes lucían preciosos así. Salí cuando se quedó dormida otra vez, junto con su recién nacido.
Que la familia creciera de pronto, me comprometía a cumplir como madre y abuela.
La felicidad me invadió, pero también la decepción. Una larga cuarentena para ver a Esteban era demasiado para mí.
Pensé y pensé por horas varias alternativas. Esta vez la suegra de Esmeralda no estaba para relevarme y lo que iba a ser una espera de seis días, pasó a ser quizá una mucho más larga.
La nueva tarea que tenía era buscar la forma de poder irme en pleno martes sin que llegaran las preguntas incómodas o que dejara desamparada a mi hija.
Juana se ofreció a ayudar los fines de semana porque los demás días trabajaba en la fábrica.
¡Entonces lo recordé! El cumpleaños de Onoria era el doce de septiembre. Caía en jueves, pero celebrárselo el sábado me pareció ideal. ¡Más que ideal, perfecta para reunir a la familia!
Faltaban poco más de dos semanas y me dispuse a organizar todo. Aparté la fecha con mis compañeros del grupo. Decidí que sería en mi patio. Estaba mejor que antes porque me empeñé en embellecerlo. Tenía el espacio perfecto para poner unas cinco o seis mesas con diez sillas.