Estar con Esmeralda en su cuarentena con su recién nacido y su hijo pequeño me agotaba, los tres eran enérgicos, pero lo hacía, no por obligación, sino porque me daba felicidad servir en un momento tan importante para mi hija.
Cada vez que sentía el cansancio, recordaba las veces que la madre de Nicolás me cuidó. Doña Teresa no permitía ni que me levantara de la cama. Seguí su ejemplo al pie de la letra. Esmeralda era consentida y procurada con el mismo esmero. A ella le encantaba ser apapachada.
Era lunes temprano. Felipe se iba a trabajar a las ocho y yo preparaba el desayuno en mi casa desde las seis para que mis hijas no se fueran con hambre.
Nos encontrábamos sentadas en la mesa las tres: Onoria, Angélica y yo. Mi madre no había regresado de su reciente viaje y en esa ocasión no me preocupé por buscarla o saber si se encontraba bien. Lisandro me contó que tenía contacto con ellos y de vez en cuando les mandaba cartas, cosa que conmigo no hacía. Por boca de mi hermano me enteré de que andaba conociendo el sur del país.
—Angi —le habló Onoria a Angélica—, ¿decidiste por fin qué carrera estudiarás? En cinco meses ya hay que sacar las fichas.
Si de una cosa se caracterizaba Onoria era de que se preocupaba de más y le gustaba ser anticipada. Caso contrario a Esmeralda, Uriel e incluso Constanza.
Angélica parecía ida y bebía despacio la leche que le serví. Solo hasta que lo terminó fue que se dignó a responder:
—Quiero la ingeniería —sonó seca—. Se los avisé desde hace un año. En la escuela donde va Uriel la tienen. Recién la abrieron.
Fui directo a observarla, contrariada.
—Pensé que cambiarías de idea —continuó Onoria.
—No lo hice —dijo y encaró a su hermana.
—¿No que querías marcar distancia con Uriel? —intervine.
Eso a Angélica pareció incomodarla y se removió en la silla.
—Me arrepentí.
Por la expresión de Onoria, sabía que le diría algo pronto.
—Hermanita, en esa carrera no van mujeres.
Escuché un breve golpe a la mesa.
—¿Está prohibido para las mujeres sacar fichas? —Fue en ese momento en que Angélica nos miró irritada una a una.
—No —respondió ofuscada Onoria.
—Entonces, eso voy a estudiar.
No había más que debatir. A mí me parecía una idea alocada porque no solo le costaría sobrellevar la carrera, sino también encontrar un trabajo donde la tomaran en cuenta.
—Lo que digas —dijo Onoria, y se concentró en su taza de café vacía—. Si es lo que quieres.
—Eso es. Me voy. —Angélica se acercó con mala cara para que le diera la bendición, y luego salió de la cocina.
Antes de que Onoria se fuera a trabajar, le pedí que me regalara unos minutos de su tiempo.
—Hija, necesito que cuides a tu Esmeralda mañana. ¿Podrás? —Me costaba proseguir porque diría una mentira—: Tengo ensayo y no me gustaría faltar.
—¡Ay!, no me digas, mami. —Ella abrió más los ojos—. Cuatro clientas ya me confirmaron para mañana y de ahí me voy a ir a revisar que hayan llegado las varillas al terreno.
Onoria se encontraba empeñada en construir su casa y de paso me ayudaba con el segundo piso de la nuestra.
—Está bien, hija. —De ninguna manera iba a pedirle que cancelara sus compromisos—. Primero el trabajo.
La vi vacilar. La conocía tan bien que estaba segura de que se encontraba pensando en formas de reorganizar su día con tal de cubrirme.
—Ni siquiera trates de mover tus ocupaciones, tú tranquila. No pasa nada si falto al ensayo —hice un esfuerzo por sonar confiada—. Mejor cuéntame, ¿cómo vas con Pedro?
Pedro era su novio, un buen muchacho, tímido y con una solvencia económica decente porque sus padres se encargaron de dejarle dos plazas de maestro.
Me sorprendió que Onoria se ruborizara. Incluso supuse que así de intenso era su amor por el joven. Aunque mi hija no era de las que lo expresaban de una manera tan abierta.
—Pedro… —Tragó saliva, jugó con la manga de su blusa y no me miró de frente—. Resulta que… terminamos.
¡Eso era lo que menos esperaba! «¿Cuándo pasó que no supe?», me recriminé.
—¡No me digas! —Se me fue un poco el aire—. ¿Por qué? ¿Te hizo algo?
Onoria alargó los brazos hacia mí antes de responderme:
—¡No, no! Él fue bueno conmigo, atento y quería ir en serio. —Bajó el rostro—. Fui yo quien lo dejó.
—Pero ¿por qué? Si era lo que dices, no entiendo por qué lo dejaste.
Mi hija demoró un instante eterno en volver a hablar y la noté agitada.
—Mami, es que… —Suspiró—. Es que no me veo como una señora casada. Sabes que cocino muy mal y, además, lo pensé bien y no deseo vivir atendiendo a un hombre mientras a mí se me va la vida.
El disparate que pronunció me tomó desprevenida. ¡Ninguna hija mía se quedaría a vestir santos por voluntad propia!