Cuestión de Perspectiva, Ella (libro 2)

Poquita fe - Parte 2

Durante tres largas noches en vela le di vueltas al asunto. ¿Por qué Constanza necesitaría dinero si su marido podía dárselo? ¿Por qué mintió al decir que era para mí? ¿Por eso Gerónimo se comportó como lo hizo cuando nos visitó? ¿Qué le insinuó él a Esteban?... Fueron solo algunas de las tantas dudas que me abordaron. Dudas que demorarían en ser respondidas porque no iba a perturbar la alegría de la fecha.

Onoria y Uriel llegaron desde el sábado. Angélica, Constanza y Alfonso lo hicieron el martes temprano.

La cocina era un caos para ese momento.

Desde las cinco de la mañana la pasé preparando lomo relleno. Quería lucirme frente a nuestros nuevos invitados.

Mis hijas ayudaron a enrollar la carne. Bueno, menos Esmeralda. Ella no pudo porque se encerró con sus hijos en el cuarto del segundo piso.

Uriel y Alfonso prendieron el fogón en el patio.

La vida empezaba inundar los rincones de mi casa, y con ella se avivaba mi emoción.

Esteban y Catalina tocaron a las cinco de la tarde. Me apresuré a abrirles.

Llevaban consigo una docena de vinos y una caja grande de uvas.

—Pasen —les ofrecí.

Catalina dejó sobre el suelo la caja, después alzó los brazos y rodeó mi cuello.

—Gracias por abrirnos las puertas de su hogar —lo dijo cariñosa.

Por la expresión de Esteban, sospeché que ella ya tenía conocimiento de lo que pasaba entre su padre y yo.

Ambos entraron.

La muchacha era bellísima. El vestido anaranjado corto con mangas acampanadas hacía un buen juego con las botas altas blancas que portaba.

Una vez más lo confirmé, mientras más maduraba, florecía mejor. Supe que por mérito propio obtuvo varios papeles secundarios en películas nacionales y cada vez escalaba más.

Catalina tuvo la atención de ofrecerse a integrarse como las demás mujeres.

Si fuera menor, ahora sí animaría a Uriel a cortejarla.

Pasé a Esteban a la sala para que se sentara a beber unas cervezas con Lucas, Uriel, Felipe, Alfonso y el vecino Adalberto; los invité a él y a su mujer porque sabía que no tenían más planes.

Antes despejamos el lugar para que tuviéramos más espacio. Adorné lo mejor que pude. Incluso perfumé con unas esencias de vainilla que compré en el mercado.

Aunque les insistí, Lucio y Leopoldo rechazaron mi invitación. Lisandro seguro corrió la voz, y lo detesté por no haberme dejado la opción de hacerlo yo misma.

Por su parte, mi madre se dedicó a rondar la casa, criticando cada mínimo detalle que le pareciera desagradable.

Alfonso y Felipe metieron a la cocina la olla de la comida una vez que terminó de cocerse. Eran más de las siete.

Onoria revisaba los frijoles, pero la mandé a bañarse. Casi era hora de empezar.

Mis otros hijos ya se encontraban arreglándose.

Acostumbrábamos recibir el Año Nuevo con nuestras mejores galas.

Estaba a punto de retirarme para hacer lo mismo, pero preferí darle la última probada al lomo. Partí un cacho y le di dos bocados. Lo saboreé. Sentía que le faltaba algo, pero no terminaba de decidir qué.

Noté que mi madre entró y se paró cerca de mí.

—A ver, dame —pidió, arrancándome el tenedor.

—¿Qué tal?

Ella arrugó la nariz y frunció los labios. Después aventó con desprecio el tenedor.

—Odio el lomo relleno. —Hizo un sonido de asco—. Sabe a mierda.

El desdén con el que se expresó sirvió para darme la claridad que tanto me hacía falta.

Ella continuó quejándose del pésimo sabor por otro minuto, listando “mejores opciones para cenar”.

Yo no lograba concentrarme en la queja.

«¡Por supuesto! ¿Cómo no me di cuenta?» me reprendí. Las ganas de llorar aparecieron en mis ojos.

Toda la rabia que contenía salió sin cuidado.

—¿Ya probaste la mierda? —le pregunté firme.

Mi madre no me miró.

—A mí prepárame otra cosa.

Ella estaba a punto de irse, pero volví a hablar:

—¡Prepáratela tú!

Vi cómo se daba la vuelta despacio. Sus escleróticas se enrojecieron en un tiempo demasiado rápido.

—Obedece, estúpida —dijo, gruñéndolo.

La orden no me alteró.

—¡No! —alcé la voz.

Mi madre avanzó más.

No temía a su reacción. Estaba dispuesta a defenderme.

—¿No? —alargó la última letra.

Quedamos a menos de medio metro de distancia.

—Lo que oíste. Dije que no. —Aunque en el pecho cargaba un violento latido, no me retracté—. Estoy harta de ti. Eres abusiva hasta con tus nietos.




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