Cuestión de Perspectiva, Ella (libro 2)

Cielo rojo - Parte 1

La vida tenía que seguir, aunque fuera a rastras. Por eso escogí guardar cualquier sentimiento romántico en lo más profundo de mi ser, bien sellado para que se mantuviera apartado de mi día a día.

El cinco de enero despedimos a Coni en la estación de autobuses. Se marchó cabizbaja, preocupada por lo que pasaría en su casa.

Yo preferí estar atenta a sus llamadas y entregarme al trabajo, incluso acepté hacer costuras en mis tiempos libres. Mantener la mente ocupada fue mi prioridad.

El viernes diez de enero tocó el turno de Uriel. Luego de que se fuera, visité a Esmeralda por la mañana. De vez en cuando lo hacía. Le llevaba comida para ella y los pequeños. Mis nietos poseían un temperamento que a mi hija se le complicaba domar, y tampoco es que tuviera gran paciencia con ellos. Mi principal tarea era guiarla para que su crianza no se convirtiera en una guerra interminable.

A pesar de mi apoyo, a Esmeralda la notaba decaída. Dejó de vestirse con el mismo esmero con el que lo hacía antes de casarse, sentía sueño más de lo normal y sus ojeras se oscurecían con el pasar del tiempo.

Esa mañana limpiaba el pequeño espacio destinado a la cocina, mientras mi hija separaba frijoles. Acabábamos de dormir a los niños. Contábamos con más o menos una hora para avanzar en las labores pendientes. De reojo la observé al mismo tiempo que pasaba el trapo por los muebles, algunos adaptados para funcionar como alacena.

—Hija —me animé a hablarle después de un rato—, estás pálida y bajaste de peso. La ropa se te ve suelta. —Incliné la cabeza—. Ya dime qué te pasa.

Esmeralda dejó de mover las manos y mantuvo algunos frijoles sostenidos. De inmediato sus ojos brillaron y sus labios tiritaron.

—Ay, mamá, lo que menos quiero es darte más dolores de cabeza. Con lo de Coni y el señor Quiroga estás muy afectada.

Abandoné el trapo y me acerqué decidida. Ningún problema era lo bastante grande como para impedirme ayudar a alguno de mis hijos.

—Soy tu madre, sabes que estoy para lo que necesites. —Me senté en la silla de enfrente y le toqué la punta de los dedos—. Cuéntame.

Por dentro ya lo sabía. Esa misma apariencia y ese mismo hastío tuve yo en el pasado. El espasmo en el pecho fue inclemente al evocarlo.

—Felipe —chilló y sus lágrimas corrieron—. Lo descubrí engañándome. —En su rostro se lograba reconocer la rabia contenida—. El muy desgraciado se anda paseando con una compañera de su trabajo. Me dijeron que es la de la limpieza. —Apretó la mandíbula con lo siguiente—: No es la primera vez que lo ven muy amoroso con la misma. Se lo reclamé y tuvo el atrevimiento de decirme que no va a dejarla.

¡Sí, sí se trataba de lo que sospeché! Mi instinto de madre no falló al deducir que entre ella y Felipe no existía un fuerte lazo.

—¡Desgraciado! —murmuré.

El coraje me quemaba por dentro.

—Encima me amenazó que si me voy no me dará más dinero.

—¡Mmm! —Liberé una risita—, para los tristes centavos que trae.

Esmeralda recostó la cabeza sobre la mesa.

—Eso no es todo, mamá —me dijo balbuceándolo. Miraba desolada hacia una lámina sobrepuesta que cubría un lado del lugar—. Es que…

Temía lo que saldría de sus labios, pero era indispensable saberlo todo.

—Es que ¿qué? —insistí sin parecer desesperada.

—Estoy embarazada otra vez.

Esa noticia lo complicaba todavía más, aunque no tanto como para llevarla a la desgracia de tener que aguantar a un hombre infiel y descarado.

—Hija, presta toda tu atención, la pregunta que te haré es muy importante. Depende de tu respuesta lo que vamos a hacer, porque esto lo resolvemos juntas. Necesito que seas sincera.

Esmeralda levantó la cara y me observó fijo.

—¿Sí?

—¿Quieres seguir con él?

—¡No! —ni siquiera lo pensó—. No quiero. ¡Lo odio! Me está humillando frente a toda la ciudad. Por mí que se quede con la —gruñó—… mujer esa.

Evité sonreír, aunque por dentro festejé su decisión. El valor que a mí me faltó tantas veces, ella lo tenía encendido al tope.

—No se diga más. —Me levanté—. Saldrás adelante sin ese pendejo bueno para nada. Estarán bien tú y tus hijos, te lo aseguro.

—Él no me va a dejar ir tan fácil.

Sostuve a mi hija de los hombros.

—Si no le vamos a pedir permiso. Vete preparándole sus cositas.

Después salí de la casa con el rumbo bien definido.

 

Nicolás no fue el primero en quien pensé porque, si bien era el padre, quizá causaría que moliera a golpes a Felipe. Una preocupación innecesaria para Guadalupe, dado su estado.

Llegué caminando a la casa de Lucas. Lo encontré dormitando en su sillón con la televisión encendida. Uno de sus hijos cuidaba el local. Su esposa me pidió que pasara porque ella estaba pelando un pollo en la cocina.

Lo primero que hice fue apagar el aparato.




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