Cuestión de Perspectiva, Ella (libro 2)

Cielo rojo - Parte 2

El calendario que colgué en la pared marcaba el veinte de enero. Era el cumpleaños de Esteban. Hice un oscuro círculo con tinta encima del número. Estaba dispuesta a desaparecer todo rastro de él.

Por desgracia, el veintiuno trajo consigo recuerdos amargos. La noche en que Celina murió fue dolorosa para varios. También para mí. Ella fue mi amiga, y la quise hasta después de fallecida.

Decidí visitar su tumba, pero lo hice por la tarde, casi a punto de que cerraran el cementerio. Sabía que los Quiroga y los Ramírez irían temprano, así acostumbraban en el pueblo.

Antes compré una veladora y un ramo de crisantemos; su agradable fragancia introdujo a mi cuerpo la tristeza.

Tuve la precaución de abrigarme con un sarape marrón y me puse un sombrero del mismo color. Nicolás me regaló en diciembre.

Estuve frente a la tumba cuando el sol brillaba más tenue y el aire frío corría tenaz.

Noté que había varios ladrillos apilados y un cernidor de arena a un lado.

Me incliné para acomodar mi humilde ramo sobre el concreto. Comparado con los grandes y vistosos arreglos florales que le dejaron, parecía una insignificancia.

Leí detenidamente el epitafio:

 

No lloren mi ausencia. Siéntense cerca y háblenme de nuevo.

Los amaré desde el cielo como los amé en la tierra.

 

Así lo hice, le hablé porque sentí la necesidad de hacerlo:

—Ay, amiga, quién diría que criar era tan difícil. Si me escuchas, haz que tu hijo recapacite. —Estaba a punto de prender la veladora, pero me di cuenta de que olvidé comprar cerillos. A mis pies encontré varias piedras, tomé dos para intentar encenderla con ellas—. Mi Coni está padeciendo por su desprecio. Ella se equivocó, pero está arrepentida y desea con todas sus fuerzas solucionar las cosas con él. Ilumínalo, si es que puedes desde el más allá…

Me encontraba tan abstraída en la petición que no me di cuenta de que alguien se detuvo cerca.

—¿Qué hace usted aquí? —dijeron en forma de reclamo.

Supe enseguida que se trataba de Alfonso.

—Presento mis respetos a la finada Celina. —No me giré. Si iba a reclamarme, que él me buscara la cara.

—Ves por qué urge que terminen de construir el mausoleo —se quejó con otra persona—. Para que no venga cualquiera.

Por un instante supuse que se trataba de Esteban, por eso decidí averiguarlo y volteé un poco.

Descubrí que él llevaba de su brazo a Catalina.

Ella no comentó nada.

Alfonso vestía todo de negro.

Catalina portaba un bonito vestido largo verde oscuro con encajes en el escote y las mangas. Los característicos gustos de Celina influenciaron también a su hijastra.

—Yo soy cualquiera. —Me levanté lento—. Muy a tu pesar, sigo siendo tu suegra y me debes respeto.

—¡No le debo nada! —Alfonso se veía igual que Esmeralda: más delgado, pálido y decaído, hasta el azul de sus ojos perdió su llamativa intensidad—. Lamento el día en el que me uní con una familia de su calaña.

—¡Alfonso! —Catalina reaccionó impresionada.

—Es la verdad, hermana. —La observó primero a ella y luego a mí—. El respetado señor Bautista resultó ser un criminal. Fue el culpable de la muerte de nuestros tíos, y de tu papá. ¡Así como lo oyes!

La joven lució contrariada, aunque se mantuvo en silencio.

—¡Miente! —se lo dije a Catalina porque conocía el dolor que una afirmación de esa magnitud era capaz de causar—. A Rogelio lo mató un monstruo vil que nada tenía que ver con mi familia.

Recordar el malicioso rostro de Chito caló hondo.

—Trabajaba para su padre, el alcalde, ¿no? —prosiguió Alfonso—. De seguro él lo mandó matar. Por sus negocios ilícitos dejaron huérfanos a varios de mis primos, y mis abuelos se tuvieron que ir lejos de su pueblo.

Yo sabía bien que esas palabras no eran de Alfonso.

—Esperanza te envenenó bien y bonito.

—Mi abuela solo me contó la verdad que otros escondieron por años.

No fallé. Fue la madre de Esteban quien alimentó el enojo de su propio nieto.

—¿Y te dijo que esos mismos primos asesinaron a mi tío Evelio? —El pecho me punzó al nombrarlo—. Un hombre inocente que valía oro y al que atacaron por la espalda como cobardes. ¿O solo te contó lo que le convenía?

¡Con las últimas palabras lo vi! Fue fugaz su vacilación, pero supe que cavé un pequeño hueco en la coraza de mi testarudo yerno.

Él soltó a Catalina y se me acercó.

—Tacharé los meses que faltan para estar separado de su hija.

—Pero hazlo bien, no te vayas a equivocar.

La sorpresa fue evidente en los dos.

—¿Se atreve a burlarse después de todo el mal que llegó a hacer? —Los músculos de su boca se tensaron—. Nunca tendrá lo que mi madre tuvo.




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