Cuestión de Perspectiva, Ella (libro 2)

EPÍLOGO - 30 años después

Desde el primer año de casados no hubo uno que no compartiéramos las fechas más importantes: los cumpleaños, aniversario de bodas, Navidades… Nada evitó que lo celebráramos acompañados uno del otro.

No faltó quien nos dijera que nuestro matrimonio llegaba tarde, que no duraríamos. ¡Se equivocaron! Vivimos juntos treinta hermosos años.

Mi amado Esteban fue el primero en partir. Se fue una tarde de noviembre a los setenta y nueve años.

Llegaba de dar un paseo cuando un dolor en el pecho lo atacó.

Lo ayudé a recostarse y lo cubrí con una manta. Quise irme a prepararle un té, pero él me pidió que me quedara.

Alfonso dijo que fue un infarto fulminante.

No lo sabía en ese momento, pero su bello corazón dejó de latir en nuestra casa, con mi mano sosteniéndolo. Se cerraron por última vez los hermosos ojos azules que me enamoraron. Dio su aliento final. Se quedó dormido sin más.

Fui feliz al saber que no sufrió. Y también me dio gusto que él no tuviera que vivir mi pérdida. No resistiría la nostalgia que sobrevino después.

Si los dos éramos uno, unidos por el amor y la fe, sabía que él fue la mejor parte. Tuve suerte por habérmelo topado esa noche en la que Sebastián quiso propasarse conmigo.

Lloré lo necesario en su funeral y le agradecí a Dios por haberme permitido ser su compañera por treinta años.

Ya no fui capaz de quedarme en la casa.

Los viajes que hicimos, los premios que obtuve, los triunfos en su negocio y la familia que formamos se quedarían por siempre en mis recuerdos más preciados, pero mi pesar era demasiado para mantenerme cuerda sola. Sentía su perfume en cada rincón y su presencia me faltaba, hasta las discusiones empecé a añorarlas.

Las treinta muñecas de porcelana que tenía en la vitrina que él mandó a hacer para que las acomodara las heredé a mis nietas, bisnietas y sobrinas. Fue mi forma de hacer que nos recordaran a los dos.

Onoria me abrió las puertas de su hogar.

Allí pasé dieciséis años tranquilos. Atendida y escuchada cada vez que sentía ganas de repetir la misma historia. Ambas nos hicimos compañía.

Mi hija nunca se arrepintió de su elección.

Cada persona poseía sus propias metas, aunque otros las vieran como locuras. Lo entendí ya de anciana, pero lo entendí.

Durante esos años nacieron más bisnietos. Lamenté que él no pudiera conocerlos. Los sentía como suyos y le encantaba cargarlos y darles sus mimos.

Ahora estoy aquí, a los noventa y dos años, muriendo en una cama rodeada por mi familia. Dicen que un peligroso virus me ataca y no hay mucho que se pueda hacer. Les he pedido a mis hijos que no me lleven a un hospital. Es mi deseo quedarme y partir con dignidad.

Duele hasta respirar.

A pesar de eso, mi memoria desgastada y ya fallando no permite que olvide a mi amado Esteban Quiroga. Él es la última persona que nombraré antes de trascender al mundo espiritual. Mi boca pronunciará su nombre hasta que los músculos dejen de funcionar.

Les he contado a mis bisiestos nuestra historia y les dediqué una canción. Esta voz envejecida ha cantado su última melodía.

Deseo que los que me quieren y lo quisieron nos recuerden con cariño. Que sepan que las vidas que nos tocaron recorrer, en varias partes, fueron amargas, pero tanto dolor se compensó con creces, con un enorme amor que perdura aun después de la muerte.

También les he aconsejado a todos los que vienen a despedirse de esta vieja, que nunca se queden con la primera versión, porque todo es cuestión de perspectiva.

 

FIN




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