Cuidado con la Nerd

Capítulo 4: El caos invisible

Max

Si alguien me hubiera dicho hace un año que estaría atrapado en un despacho con una secretaria que parece salida de un convento en liquidación, revisando reservas mientras esquivo los misiles emocionales de mi prometida, me habría reído hasta atragantarme con mi whisky. Pero aquí estoy, en Le Château Lumière, el restaurante más exclusivo de la ciudad, sintiendo que mi vida es una sitcom escrita por un guionista con resaca.

Es el segundo día de Amelia Foster, mi nueva secretaria, y ya estoy cuestionando todas las decisiones que me llevaron a este punto. La chica es un desastre con patas. Ayer derramó café sobre su propia falda —no sobre mis documentos, gracias al cielo—, peleó con la impresora como si fuera un duelo medieval y tropezó con un cable que, juro, no estaba ahí antes de que ella entrara. Pero, para ser justos, los documentos que le pedí organizar están impecables, clasificados por fecha y prioridad con una precisión que ni Clara, con su obsesión por el control, podría igualar. Eso me irrita. No debería ser tan buena en algo que no sea invisible.

Estoy revisando correos cuando la puerta de mi despacho se abre sin previo aviso. Solo hay una persona en este restaurante con la arrogancia suficiente para entrar así: Leo, mi mejor amigo, mi mano derecha y, en ocasiones, mi peor influencia. Lleva una chaqueta de cuero que probablemente cuesta más que el sueldo mensual de la mitad del personal y una sonrisa que dice “acabo de hacer algo que no debería”.

—Max, amigo, ¿cómo sobreviviste a tu primer día con la monja? —dice, dejándose caer en el sofá de cuero como si fuera el dueño del lugar.

—¿Monja? —arqueo una ceja, aunque sé exactamente de qué habla. Los chismes en este restaurante viajan más rápido que un Ferrari en autopista.

—Oh, vamos, no te hagas el santo —ríe, cruzando los brazos detrás de la cabeza—. Anet me contó todo. La nueva secretaria. Gafas de abuela, ropa de mercadillo, cara de ratón asustado. ¿Qué hacía tu madre cuando la contrató? ¿Estaba borracha?

—Mi madre no bebe —respondo, seco, aunque la imagen de Beatriz con un martini en la mano me saca una media sonrisa—. Y no es tan mala. Es… eficiente.

Leo suelta una carcajada tan fuerte que temo que Amelia, que está en su escritorio al otro lado de la puerta, lo escuche.

—¿Eficiente? Max, por favor. Aquí contratamos mujeres que podrían desfilar en Milán, no bibliotecarias de pueblo. ¿Ya la viste en persona o sigues cegado por el currículum que te impuso Beatriz?

Antes de que pueda responder, la puerta se abre con un chirrido tímido, y ahí está ella. Amelia. Como si el universo quisiera responderle a Leo en tiempo real. Lleva el mismo vestido beige que ayer, que parece diseñado para gritar “no me mires”, y sus gafas están tan empañadas que me pregunto si ha estado llorando o si simplemente chocó con una nube de vapor en la cocina. En la mano, sostiene una bandeja con una taza de café que tiembla como si estuviera en un terremoto de magnitud siete.

—S-señor Roux, le traje su café —balbucea, sin levantar la vista del suelo.

Leo se queda congelado, con la boca entreabierta, como si acabara de ver un extraterrestre en tacones. Sus ojos recorren a Amelia de arriba abajo, y juro que puedo ver el engranaje de su cerebro intentando procesar lo que tiene delante. Luego, lentamente, se gira hacia mí con una expresión que es mitad horror, mitad diversión.

—Amelia, déjalo en el escritorio —digo, ignorando a Leo y tratando de mantener la compostura. No sé por qué, pero su mirada de pánico me molesta más de lo que debería.

Ella asiente, avanzando con pasos tan cautelosos que parece estar desactivando una bomba. Cuando deja la taza, el café se derrama ligeramente, formando un charco en mi escritorio. Amelia suelta un gemido que suena como un cachorro herido.

—L-lo siento, señor Roux, yo… ahora lo limpio —dice, sacando un pañuelo del bolsillo que parece haber sido heredado de su abuela.

—Está bien, Amelia —la interrumpo, más brusco de lo que pretendía—. Solo… ve a terminar el informe de las reservas.

Ella asiente, con la cara más roja que un tomate en plena salsa, y sale del despacho prácticamente corriendo. La puerta se cierra con un clic, y Leo explota en una carcajada que retumba en las paredes.

—¡Por Dios, Max! —dice, limpiándose una lágrima de risa—. ¿Eso era la secretaria? Pensé que era una extra de una película de terror de los 80. ¿Dónde la encontraste? ¿En un casting para “El regreso de la fealdad”?

—Para, Leo —gruño, limpiando el café con un pañuelo que saco del cajón—. No es tan mala. Es lista. Organizó una pila de documentos que Paul no tocó en meses.

Leo levanta las manos, fingiendo rendirse, pero su sonrisa no desaparece.

—Oye, amigo, no te estoy juzgando. Si quieres jugar a la caridad, adelante. Pero, en serio, ¿no te da escalofríos? Es como si alguien hubiera vestido a una bibliotecaria con ropa de su tía muerta y la hubiera soltado en el restaurante más caro de la ciudad.

—Su ropa no es… tan horrible —miento, porque, vamos, ese vestido beige es un delito contra la moda—. Y no me interesa su físico. Me interesa que haga bien su trabajo. Punto.

Leo arquea una ceja, claramente no convencido.

—¿Desde cuándo Max Roux contrata por cerebro y no por curvas? —dice, inclinándose hacia mí como si estuviera interrogando a un sospechoso—. ¿Qué pasa? ¿Clara te tiene tan controlado que ahora solo puedes mirar a mujeres que no representen una tentación?

—Clara no me controla —espeto, aunque la verdad es que su radar de celos es más preciso que un dron militar—. Y Amelia es temporal. Tres meses de prueba. Si no funciona, se va.

—Más le vale —dice Leo, recostándose de nuevo—. Porque si esa chica se queda, los clientes van a empezar a pedir exorcismos con el menú.

Quiero replicar, pero me callo. No porque esté de acuerdo, sino porque discutir con Leo sobre Amelia es como intentar convencer a un niño de que las verduras son divertidas. Además, tiene un punto: Amelia no encaja en el universo de Le Château Lumière. Este lugar es un desfile de belleza, ego y dinero, y ella… ella es como una nota desafinada en una sinfonía perfecta. Pero, por alguna razón que aún no entiendo, su torpeza me intriga. O tal vez solo estoy aburrido.




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