Cuidarte el alma

—1—

 

 

 

«Tal vez no hicieron nada que no hubieran hecho con otros, pero es muy distinto hacer el amor amando».

Isabel Allende

 

 

 

—Ah... Gabriela... —susurra. Y yo ya sé lo que se viene. Tengo claro que para él soy la reina de las mamadas, pero ojalá que esta vez ni se le ocurra mencionarlo—. Eres la mejor chupándola, en serio…

Lo dijo. Nadie le preguntó nada, pero lo dijo. ¿Ahora sigo o se la muerdo?

—Mmm...

Sigo. No sé por qué, ni para qué, pero sigo. Es decir, lo hago porque me gusta... ¿O lo hago porque le gusta? ¿Es necesario que me haga estas preguntas mientras se la chupo? ¿No es mejor repasar la lista del súper, como siempre?

—Sí... Así, mami... Así...

«Mami». Mami en casa para mis hijos, mami en el trabajo para César. Esa soy yo. Dos distintas versiones, claro. Pero en ambas termino haciendo siempre lo que desean los demás, como ahora.

A ver, apuremos el trámite. Si me ayudo con una mano... Arriba, abajo. Muy bien. A ver con las dos… No, no da. Bien, será con una, entonces. Es evidente que hoy no estoy en vena.

Pero lo estaba. Entré a esta oficina con la peor de las intenciones: que un macho joven y potente como este me partiera en dos. Pero en lugar de un buen polvo que me pintara una sonrisa de oreja a oreja toda la tarde, lo que obtuve con mis besos y mis artes, es terminar una vez más de rodillas bajo el escritorio.

Ay no, no lo hagas. Pero lo hace. Debe creer que Dios nos dio dos asas en lugar de orejas, porque me las tiene aferradas y comanda los movimientos de mi cabeza a su antojo.

Voy a hacer una arcada, lo sé. Ya la veo venir. Pero no; me salva el teléfono.

Suena mi móvil y es uno de los tres tonos que nunca dejo de atender: el de mi hija. Es escucharlo, y en dos segundos desalojo mi boca y contesto.

—Sí.

—Hola mamá de Paulina. Soy Belén.

—Hola, Belu. ¿Qué dice la loca de mi hija? ¿Todo bien por allí?

—Todo bien. Dice que si la dejas ir a casa luego del cole para hacer la tarea.

—Sí, claro... Ahora me quieren hacer creer que es para hacer la tarea. Van a ver juntas a Violetta en la tele, ¿o no?

Escucho cómo cubre el teléfono y luego me llega su voz apagada. Parece estar repitiendo lo que le digo, y también me parece estar viendo a mi hija gesticulando con asombrosa velocidad, indicándole a su amiga qué es lo que debe responder, o algo peor.

—Dice Pauli que... Dice que vamos a hacer las dos cosas, Gaby.

Sí, cómo no. «Pauli» seguramente no dice eso, sino alguna grosería que aprendió en el lenguaje de señas recientemente.

—Dile a Pauli que soy como Gran Hermano, y lo veo todo. Y que no me ha gustado nada lo que acaba de decirte, pero voy a hacer de cuenta que no lo vi, y por esta vez pasa... Yo le avisaré a Aurora, y cuando salga del trabajo la iré a buscar, Belu.

No me puedo poner exigente, y mucho menos estando de rodillas entre las piernas de un hombre, debajo de su escritorio. No tengo autoridad moral para nada en esta situación.

—Vale —me responde, y corta.

Y antes de que pueda hacer lo mismo, César se aferra nuevamente a mis orejas como si se le fuese la vida en ello.

Entiendo qué es lo que desea. Mi hija es sorda, lee los labios y se comunica por señas, así que el lenguaje gestual se me da muy bien. Pero una cosa es entenderlo y otra muy distinta es hacer lo que él quiere.

Lo cojo de las muñecas y lo detengo.

—Espera, César.

—Vamos, Gabriela, que ya estoy…

Ah, mira qué bien. El señor ya está. Eso me tranquiliza mucho…

No me gusta que me presionen, y él lo sabe bien. Cuando me apremian, surge en mí un espíritu de contradicción que me obliga a replicar cada cosa que me dicen, y a hacer lo contrario a lo que me indican aun en contra de mis propios intereses.

Y así como soy de complaciente cuando vienen por las buenas, cuando me siento presionada automáticamente me pongo de malas.

—¿Tú piensas que soy una máquina de hacer mamadas?

—Ah, mira qué fina la niña… ¡Con esa misma boquita hablabas recién con la amiguita de tu hija!

—Con esta misma boquita te la estaba chupando, y no te he escuchado quejarte. Y te digo «estaba», porque ya no —le aclaro, y automáticamente me pongo de pie y me paso el pulgar por las comisuras.

Él también se para, y así con todo al aire, me oprime contra su cuerpo.

—No tan rápido, pequeña.

¿Les he dicho que odio que me presionen?

—Pequeña la tienes tú —replico, y no termino de hacerlo cuando me aleja y se la mira con el ceño fruncido.

No puedo evitar soltar una carcajada.

—Gabriela, no te rías…

Me muerdo el labio inferior, pero mis ojos siguen sonriendo.

—César, esto pintaba bien, pero… Fue la llamada, no es tu culpa.

Creo oportuno liberarlo de sus dudas; después de todo aún conservo mis orejas y aquí no se ha perdido nada.

—Ven, mami. Retomemos… Vamos...

—Esta noche —lo desafío, aun sabiendo que no podrá hacerlo. Es el cumpleaños de Claudia, y por lo tanto imposible que pueda escapar a sus compromisos familiares.

—Sabes que no puedo…

Me encojo de hombros; no me hago cargo. No me hago cargo de nada.

Apenas puedo con mi mochila, así que no voy a echarme sobre la espalda la mochila de nadie más.

—Me voy a trabajar, bombón. Alguien tiene que hacerlo… —le digo. Y antes de que pueda replicarme me escabullo hábilmente, y cierro la puerta detrás de mí. Tengo la sensación de haber ganado, pero una vez más me retiro con las manos vacías y un sabor amargo en la boca, y no es por lo que están pensando.

Socios y amantes… Al final, no era tan buena idea.

 

 

 

No sé si soy una mujer afortunada o una desgraciada. Supongo que todo tiene que ver con una cuestión de perspectiva más que con la realidad objetiva, y será por eso que mis balances siempre resultan un desastre. Y eso que soy Contadora Pública.



#38438 en Novela romántica
#9585 en Joven Adulto

En el texto hay: romance, amor, maduro

Editado: 05.12.2019

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.